No hay ojos para tanta mala noticia. No hay espacio. El disco duro del venezolano ha colapsado. No hay rendija para depositar otra calamidad, por más pequeña que sea.
Buscamos similitudes históricas para atenuar el espanto. Para sentir que tanto estropicio tiene algún viso de normalidad en el discurso de la especie humana. Se acabó la tierra de gracia. Bienvenidos al infierno.
Estamos agotados de hablar de nuestra tragedia. Pero como toda tragedia, no hay escapatoria. Cambiar de tema no cancela el horror. Apenas lo posterga. Lo arrima a un lado. Pero lo vemos de soslayo. Lo sentimos. Como un monstruo sentado sobre el corazón. Nos estamos acostumbrando a esta tristeza. Se ha convertido en el clima nacional. Un ejército de zombis arroja paladas de pesimismo sobre nosotros. Prohibido soñar.
La dictadura ha procurado anestesiar nuestra voluntad. Ha logrado que desconfiemos de nosotros mismos. Ha convertido en policías de nuestra protesta al otro venezolano, al que tomó el camino fácil de hacerse miembro de un sistema que ni siquiera lo respeta. Simplemente lo usa.
Allí está el redil de fieles. Reclutados para la coacción a cambio de las migajas de su propia supervivencia. Se les ve vestidos de colectivos, untados de rojo amenazante. Su único patrimonio es una camisa, un carnet, un mejor puesto en el reparto de la dádiva. Hablan en superlativo del comandante, dicen flores del legado, son el bulto de los mítines, los que aplauden sin haber entendido, son la barra del presidente, los cabilleros que golpean al diputado opositor que el mismo pueblo eligió. Son los invisibles de la sociedad que Chávez rescató para convertirlos en su tropa de ataque. No los hizo mejores venezolanos. Les otorgó una credencial para que se sintieran reconocidos a cambio de un poco de su violencia. Son los olvidados de siempre que volverán a ser arrojados al desván de la historia al dejar de ser útiles. A ellos también se les perdió el país.
Y entonces andamos con este cansancio. Como si fuera guerra lo que nos pasa. Con esta mirada extraviada. Con este desaliento de huérfanos. Con la astilla de la desesperanza plantada en el pecho. Con los nudillos rotos de tanto tocarle la puerta a una nueva oportunidad. Y nadie abre. Nadie contesta del otro lado de la oscuridad.
Ya no hay ojos para tanta mala noticia. Se van acumulando como trastos viejos en el ánimo. Son noticias que le rompen los tímpanos al asombro. Pero no pasa nada. Somos los protagonistas de una pesadilla. Nos eligieron. Y ayudamos a ser elegidos. Día a día cargamos los escombros de nuestra antigua prosperidad. Hacia ningún lugar. Porque no tenemos dónde colocarlos. El futuro se ha convertido en una piedra negra. Y cerramos los ojos para no ver.
Pero la piedra continúa. Está adentro de nosotros. Arriba. Abajo. Estamos tapiados.
Somos los huesos rotos del país.
El derrumbe.
Fuente: Leonardo Padrón
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