La inflación en Venezuela pulverizó el valor del bolívar, la moneda nacional. La población enfrenta a diario las consecuencias de un impredecible sistema monetario
MARÍA VICTORIA FERMÍN
El presidente Nicolás Maduro de manera inesperada ordenó su eliminación el 12 de diciembre del año pasado y dio a sus compatriotas un ultimátum para que los cambiaran en bancos públicos y privados en un plazo máximo de 13 días. Una semana después del anuncio rectificó en un contexto de caos que incluso terminó en saqueos en estados del interior del país donde no había suficientes taquillas de instituciones financieras o donde los compradores no tenían otro medio de pago para los comerciantes que rechazaban recibir las piezas. El gobernante entonces prorrogó la vigencia de los billetes hasta el 2 de enero, luego hasta el día 20 de ese mes, más tarde hasta el 20 de febrero, una vez más hasta el 20 de marzo, y ahora hasta el 20 de abril, mientras los venezolanos quedaban perplejos con las contradicciones presidenciales.
Lo sucedido fue un ejemplo extremo de las situaciones con las que lidian los habitantes de un país que ha visto pulverizado el valor de la moneda nacional y que acumulará al final de 2017 su tercer año consecutivo con una inflación de tres dígitos. En 2015 fue de 270% según datos oficiales, en 2016 se calcula que fue de 475,8% y en diciembre próximo habrá sido de más de 1.600% de acuerdo con las proyecciones del Fondo Monetario Internacional.
Cuando se tiene el mayor índice de alza de precios del mundo, es normal que tener muchos billetes no sea necesariamente un síntoma de riqueza. Por eso cerrar una cartera con 9.000 bolívares, costo aproximado de un combo con una hamburguesa, un refresco y unas papas fritas, es comparable con el acto de subir la cremallera del pantalón después de haber engordado mucho más de la cuenta. El monto es equivalente a 900 dólares a la tasa controlada por el gobierno para el sector alimentos y a 3,25 dólares, la que oficialmente aplica al resto de la economía. En cualquiera de los dos casos, bastarían pocos billetes y monedas norteamericanos para igualarlos.
Las escenas que a diario se ven en el país confirman las dificultades que afronta la gente común con el sistema monetario. Una mujer saca de su bolso un fajo de billetes que con dificultad sostiene en una mano para pagar cuatro kilogramos de carne que ha comprado en un mercado municipal de Caracas. Los separa por partes y los cuenta uno a uno para completar el total: 36.000 bolívares, casi un sueldo mínimo. El proceso lo repetirá el carnicero antes de que ella pueda marcharse.
Al este de la ciudad el dueño de una licorería opta por adquirir un artefacto que, hasta ahora, era uso exclusivo de los bancos: una máquina de contar billetes que al terminar el proceso ¡tas!, refleja el resultado en una pantalla.
Mientras, algunos taxistas en el principal aeropuerto internacional del país ya no preguntan primero el destino de sus pasajeros sino de qué banco son clientes para que así puedan pagar el servicio por una transferencia electrónica. No es una alternativa solo para la mejora del servicio, sino una obligación para poder cobrar a los pasajeros quienes no siempre tienen a mano suficientes billetes para poder pagarles.
La situación no ha variado demasiado desde mediados de enero cuando comenzaron a circular los billetes de 500, 2.000, 5.000, y 20.000 bolívares que se suponía estarían disponibles un mes antes. Esas piezas aún tienen un alcance limitado y haber tenido una entre las manos todavía es una novedad que puede disparar una conversación. El retardo en su introducción ha sido atribuido por Maduro a conspiraciones internacionales contra su gestión.
Razones semejantes argumentó cuando decidió eliminar el de 100 bolívares sin previa advertencia. Dijo entonces que la medida era urgente porque en una investigación oficial se habían descubierto mafias que los sacaban hacia el exterior, particularmente con destino a Colombia, para cometer ilícitos y afectar a la economía local.
Igualmente atribuyó a un ataque cibernético la falla en la plataforma del consorcio privado Credicard que hizo colapsar el 2 de diciembre del año pasado en buena parte del país la red de cajeros electrónicos y puntos de venta –nombre con el se conoce el sistema de pagos con dinero plástico– . Pocas referencias hizo a la recarga del uso masivo de la plataforma por el entorno inflacionario y la ausencia de billetes de alta denominación.
Las transacciones electrónicas se hicieron más que imprescindibles desde el año pasado para la población con acceso a cuentas bancarias. Un reflejo de ello lo constituyen los vendedores ambulantes quienes han adquirido terminales para pagos con dinero electrónico, que antes no utilizaban. En puestos callejeros donde se expende comida rápida, frutas o ropa se exhiben cada vez más carteles en los que se anuncia que se aceptan tarjetas de débito y crédito.
La modalidad no está exenta de dificultades tanto en esos lugares como en establecimientos formales. El tiempo de respuesta de los puntos de pago electrónico en muchas ocasiones no es veloz y somete a clientes y comerciantes a momentos de tensión. Así le ocurre a una pareja que pide la cuenta por la cena en un restaurante. Dos pizzas y dos bebidas. “Vamos a ver si funciona”, advierte el mesonero. Transcurren varios minutos hasta que la máquina emite el recibo que revela el éxito de la transacción. “Se salvaron. Si no se quedaban a lavar platos”, bromea el empleado.
Las filas frente a los cajeros automáticos también se multiplicaron. Los tiempos de espera para retirar efectivo no son aptos para impacientes. Nadie debe extrañarse si el dinero se agota después de aguardar por el turno durante una hora. El proceso de calibración para que los aparatos puedan dispensar los nuevos billetes puede llevarse tiempo, según los voceros del gobierno. Por eso las máquinas aún reparten mayoritariamente piezas de 100 bolívares que en poco ayudan a agilizar los retiros, pues los clientes deben hacer varios para obtener un mínimo razonable. Como un paliativo a las incómodas colas, el gobierno autorizó a ciertos locales comerciales a dar avances de efectivo. Los establecimientos tienen poco que ofrecer de todas maneras, porque reciben pocos billetes de los clientes.
Una parte de los ciudadanos, sin embargo, carece de acceso a medios electrónicos de pago. José Guerra, diputado opositor de la Asamblea Nacional y ex funcionario del Banco Central de Venezuela, calcula que 30 por ciento de los habitantes del país no dispone de cuentas bancarias. Por ello dependen más que nadie del papel moneda, del manejo del efectivo y su refugio durante el año pasado fue la acumulación de billetes de 100 bolívares.
Esas piezas fueron las de mayor valor introducidas con la reforma monetaria que hizo Hugo Chávez en 2008 para estabilizar la economía cuando eliminó tres ceros de todos los precios con la promesa de crear un “bolívar fuerte”. Desde entonces, según Guerra, la inflación fue de 12.000 por ciento aproximadamente y la intención del fallecido gobernante fracasó. Para el diputado la tendencia de aumento de precios continuará apuntando alto como anticipa la creación de un billete de 20.000 bolívares.
El nuevo papel moneda sigue sin dejarse ver entre la mayoría de las personas, aunque los voceros gubernamentales insisten en que se están haciendo los procesos para introducirlos nuevos billetes a la banca y al mercado. El 28 de febrero el viceministro de Seguridad Ciudadana, Manuel Pérez, aseguró que con la cantidad de nuevos billetes que habían llegado al país el billete de 100 ya podía ser “desmonetizado”.
“Nos quieren volver locos”, resuena en una conversación entre dos hombres mayores en El Metro de Caracas. Probablemente son jubilados y forman parte de la mayoría del sector que acude a los bancos a cobrar su pensión en efectivo.
Uno de ellos interviene y dice lo siguiente: “Yo ya tengo el billete de 20.000”. Su compañero lo mira sorprendido y le pregunta “¿Cómo?”. El primero saca del bolsillo un billete de 2 bolívares con cuatro ceros dibujado en marcador negro. Ríen y siguen el viaje.
Fuente: El Nacional
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