lunes, 14 de junio de 2021

Entre la justicia y la venganza, por Américo Martín

 


Américo Martín|@AmericoMartin|Junio 13, 2021
Twitter: @AmericoMartin

Con la perspicacia que generalmente se le reconoció, Tulio Halperín Donghi hizo notar que la Segunda Guerra Mundial aisló notablemente a América Latina de los mercados europeos y, en cambio, acrecentó con ímpetu inusitado la influencia norteamericana en América hispana, de la cual es parte la potencia brasilera. Este viraje, como tenía que ser, causó significativos cambios, incluso en el sistema de creencias de la región.

Halperín Donghi lo subrayó como el surgimiento de un nuevo equilibrio en la historia contemporánea de América Latina; en mi criterio y sin negar el surgimiento de nuevas ideas, me resulta exagerado imaginar que se trate de un «sistema de creencias» sustancialmente distinto al liberalismo del siglo anterior. Y sobre todo si nos referimos al marxismo, cuya aspiración de desplazar el pensamiento de Adam Smith fue tan notoria como errónea. Un juicio precipitado, sin duda dictado por el descalabro cuyo impacto mundial había sido devastador desde la crisis del 29.

 
Sin embargo, el «sistema de creencias» permaneció básicamente atado a la mano invisible de Adam Smith, la que dominó el pensamiento económico desde el siglo XIX, con su pregonada capacidad de autocorrección de fallas y errores.

La tesis del «nuevo equilibrio» se basaba en una ilusión. Vendrían equilibrios y se estaba en la búsqueda de nuevas ideologías o sistemas de creencias, pero la inminencia que creía verse era resultado de la emergencia del marxismo con la combinación de estatismo, planificación rigurosa, controles de precios, intereses controlados y en variables como la inflación, que resultaba más incontrolable cuanto más se pretendió amputar la mano invisible con el hacha del dirigismo estatal.


 
El auge del marxismo tuvo su origen en varias afortunadas operaciones políticas y no en un modelo económico probadamente sostenible. Pasados fulgurantes momentos de expansión, no se recuerda un solo país que haya logrado sobrevivir en aquel sistema de ideas. Tenían, eso sí, una enorme voluntad de lograrlo en algún momento, siempre que pudieran sostenerse en el poder. La áspera realidad los condujo, inicialmente de buena fe, a refugiarse en la represión y la fuerza del terror, hasta que tan odiosos medios se convirtieron en segunda naturaleza del sistema.


En fin, fuera del área política, la tentativa de cambiar el mundo fue fatal, resultó fallida en todo o casi todo lo intentado; por ejemplo, la edificación productiva, sistemas educativos, redes hospitalarias, gasto público orientado a atender en peor forma las necesidades y estructuras de seguridad que no fueron eficaces sino hostiles. Lo cual en regímenes donde reinen la libertad en el más amplio de los sentidos, la democracia más perfecta, los mecanismos electorales más viables, transparentes y confiables es difícil entender lo que signifique el cambio en el «sistema de las creencias» mencionado supra.

 
Está a la vista, tanto el naufragio de los países marxistas del este europeo como el viraje promercado formulado por China y Vietnam, modelos en trance de ser asumidos por el resto de las naciones marxistas, que alguna vez llegaron a virtualmente reinar sobre la cuarta parte de nuestro planeta.

Cabe preguntarse ahora cuándo y cómo encontrará el sistema madurista una vía para escapar de la trampa que hasta ahora ha intentado cerrarle las salidas. En otras palabras: por supuesto que sí puede y, por consiguiente, debe recuperar la senda de la libertad perdida. Creo, además, que en la medida del acelerado desgaste de las salidas de fuerza —trátese de invasiones foráneas, golpes de Estado, secuestros o atentados— a nuestra maltratada nación solo le queda la mejor, la más incruenta y por tanto más asociada a la convivencia ciudadana de todas: que sendas delegaciones encabezadas por Maduro y Guaidó se sienten a negociar —sin levantarse de la mesa a las primeras— un acuerdo electoral libre y garantizado por la generosa comunidad internacional.

Un logro de tanta envergadura supone el levantamiento de todas las sanciones, la normalización de las vivenciales relaciones diplomáticas y consulares entre Venezuela y todos los países del mundo. No hay fórmula más plena y eficaz. La negociación depende de la habilidad de los negociadores y de la lucidez de sus mandantes. Esto que puede ser decisivo, tanto en función del fondo de la cuestión como en lo concerniente a los pormenores.

 
¿Qué pasará con Maduro una vez que todo se resuelva? ¿Algún aguafiestas saltará al ruedo en nombre de la justicia a cuestionar los resultados, alegando que se trata de una intolerable impunidad? El asunto es que si se valora el acuerdo hay en el ordenamiento jurídico arbitrios para garantizar la efectividad de cualquier conclusión. Puesto que si vamos al fondo no puede confundirse venganza con justicia, mucho menos cuando se busca una paz sólida y una solución que rodee los acuerdos de legalidad y legitimidad en el marco de un futuro profundamente democrático para Venezuela.

Permítanme ahora un comentario de pasada: Miguel Cabrera y esa pléyade de colosos peloteros venezolanos de las Grandes Ligas que asombran a los espectadores con su impresionante desempeño, resisten cualquier comparación con los más grandes de cualquier época y país.

Una tierra de amantes probados del beisbol, sabrá sin duda que celebraremos muchos de los récords más impresionantes que aún le quedan a Cabrera y sus compañeros por batir, para gloria de los portentosos jugadores que solo esperan por un momento para demostrar lo que valen con un bate y un guante en la mano.

Américo Martín es abogado y escritor.

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