Arturo Uslar Pietri escribió alguna vez un breve ensayo con este título. La tesis central de su reflexión era que el destino de Venezuela estaba irremediablemente vinculado al de su universidad y que destruirla o hacerla mediocre era condenar irremediablemente al país a la misma suerte.
No es una curiosa coincidencia que las naciones que se han convertido en potencias mundiales, sean las que tienen universidades de primera categoría. La universidad es desde su fundación medieval, el lugar en el que se dan cita las mentes más brillantes de cada momento, los espacios donde se debaten ideas y se crea conocimiento. Decía Uslar que lo central de la universidad era la posesión de eso que él denominaba el “espíritu universitario”, que es un clima libre de confluencia de intelectos y voluntades en la búsqueda de sabiduría y verdad.
Salvar a la universidad es una tarea que nos compete a todos los que queremos detener la demolición de Venezuela e iniciar su reconstrucción. Un país no es una configuración material de territorio con población encima (es decir: un terreno con gente), un país es una idea que existe en la cabeza de los ciudadanos que lo conforman, que están unidos, además de por el clima y el paisaje, por una comunidad de intereses y destino compartido que les hace similares en sueños, aspiraciones y hasta manera de hablar, de sentir, de pensar.
Un himno es una canción que te mueve porque te reconoces en ella y una bandera es un simple pedazo de tela, pero que cuenta tu historia. Un país es una serie de conceptos que existen en la conciencia de quienes se dicen de él y eso los configura como un pueblo
La tragedia que enfrentan algunas naciones hoy día es la de que, teniendo grandes condiciones materiales y una tradición histórica y cultural brillante, la idea del país se desdibuja de la cabeza de los ciudadanos que la conforman y cada vez menos gente se siente parte de ella. Comienzan entonces separatismos irreflexivos y violentos que niegan la evidencia historia compartida y hasta inventan relatos parciales para la desintegración, que una vez desatada no conoce límites.
Si un país es pues una idea, el mejor lugar para que avance es en el espacio por excelencia de las ideas: la universidad. Luchar por su supervivencia es un mandato para todas las conciencias comprometidas. Si de algo podemos estar orgullosos los venezolanos es de las luces que han producido nuestras universidades.
Verdad es que buena parte de esas luces prestan su brillo fuera de la patria que las formó. Si de algo tiene fama la diáspora venezolana es de su elevada preparación académica. Por ello es esencial que no se apague la universidad, que ese “espíritu universitario” no decaiga, que se mantenga actualizada para las exigencias de estos tiempos, donde estar en la vanguardia del conocimiento marca la diferencia entre avanzar o quedarse relegado en una brecha, que por la velocidad imperante en el terreno del saber, se torna rápidamente insalvable.
Los egresados universitarios, donde quiera que se encuentren, son parte de su universidad. “Alma mater” es el nombre que damos a la institución académica que nos ha formado, madre nutricia intelectual con la cual tenemos similar responsabilidad que con nuestra madre biológica que por mucho tiempo cuidó de nosotros y nos educó y a quien ya encaminados por la vida nunca olvidamos ni abandonamos.
Mantener la universidad como espacio de creatividad y esperanza es esencial. La universidad es el reducto de la nación venezolana. Allí se guarda la idea de la nación, se recrea y se engrandece. Comprometernos con su sostenimiento y salvación es quizá en este momento la mejor manera de salvar a Venezuela
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