A los militares les encanta calificar como traidores a la patria a todo aquel que les lleve la contraria en sus ilegítimas aspiraciones hegemónicas dentro de una sociedad, ya sea democrática o dictatorial. El término tiene la ventaja de que resulta fácil de esgrimir y esparcir entre la masa de sus fanáticos, a menudo sin una formación política que vaya más allá de un rápido adoctrinamiento.
De manera que “traidor a la patria” puede ser cualquiera de nosotros si quien está en el poder así lo considera porque “le da la gana” y le viene bien a sus intenciones de mantenerse. Hay que reconocer que la fórmula, a pesar de lo gastada por el tiempo y el uso indiscriminado, sigue siendo efectiva en momentos en que las cuestiones públicas se empiezan a inclinar hacia el barranco de la historia y surge la necesidad de apuntalar y reforzar un poco lo que de todas formas se va a derrumbar.
Lo malo de la acusación de traidor a la patria es que casi siempre se aplica con un gran margen de error pues en ningún momento sigue los principios fundamentales del ejercicio de la justicia moderna, valga decir, una investigación imparcial y bien fundamentada, una defensa acorde con la dimensión del delito en cuestión y suficientes garantías que protejan al acusado de los abusos de los dueños del poder. Nada de eso ocurre y si llegase a ocurrir pues se le colocaría en el estacionamiento de las excepciones.
Se puede afirmar sin temor a errar el tiro que la acusación de traidor a la patria ha mandado más gente inocente al otro mundo que la tuberculosis, de allí que los tiranos civiles o de uniforme sientan profundo amor por esa expresión tan fulminantemente mortal, tan injusta como eficaz, cuando se quiere sepultar a alguien en el cementerio del descrédito histórico y moral. Es, como diría sobre la tortura un general francés durante la guerra de Argelia, condenable e inhumana pero es eficaz.
Si bien en épocas pasadas la acusación de traidor a la patria florecía por doquier, hoy todavía sigue vigente en algunas partes del mundo aunque no implique necesariamente la muerte en la silla eléctrica, el fusilamiento o la horca. Sin embargo, cuando un dictador como Fidel Castro se siente amenazado por alguno de sus oficiales más brillantes como ocurrió con el general Ochoa, héroe de guerra en Angola, de inmediato lo acusa cobardemente de traidor a la patria y lo hace fusilar.
En Venezuela la traición a la patria tiene su largo historial de mentiras y venganzas. Aquí se le entiende como una manera de matar al enemigo sin quitarle vida, convertirlo en un ser humano maloliente y despreciable, que deja de ser alguien para convertirse en algo menos que una cosa.
Ayer el secretario general de la OEA, Luis Almagro, dijo: “Sigo con preocupación las acusaciones por parte de sectores del gobierno de Venezuela de ser traidores a la patria a un grupo de legisladores, elegidos por el pueblo, por visitarme e informarme de la situación de su país”. Justamente, don Luis, por una visita.
Fuente: El Nacional
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