Si alguien se toma la molestia de buscar en la etapa juvenil de Juan Manuel Santos, presidente de Colombia y ganador del premio Nobel de la Paz, un momento en el que haya mostrado clara y ostensiblemente un gesto militar, pues se quedará con los ojos secos y cansados.
Los venezolanos en especial, que son tan dados a mirar como algo natural que el ministro de la Defensa sea un militar de carrera, se quedaron asombrados al ver cómo el presidente Álvaro Uribe, un hombre impulsivo que no desestima un combate por pequeño que sea, nombraba al más civil y calmado de sus ministros para que condujera una de las fases más difíciles de la lucha contra las guerrillas de las FARC y el ELN, que por esos momentos sufría un quiebre en el crecimiento de su dominio territorial y político en Colombia.
No parecía un nombramiento consistente con la ofensiva que Uribe y el Ejército de Colombia estaban llevando a cabo con el fin de recuperar no solo las zonas rurales apartadas y huérfanas de la autoridad del Estado, sino también las vías de comunicación que eran prácticamente cortadas a cada momento por las guerrillas en su famosa fase denominada “pescas milagrosas”, que no era otra cosa que secuestros al azar de quienes viajaban por tierra.
Quedaban los colombianos reducidos a la suerte cuando emprendían un viaje por cualquier zona del país. Pero Juan Manuel Santos como ministro de la Defensa no era un simple burócrata dispuesto a recibir órdenes. Disponía, a la vez, de unas Fuerzas Armadas que paulatinamente fueron derrotando a las guerrillas, ya fuera con trabajos de inteligencia, o con una política consolidada de acercamiento y neutralización de las poblaciones más vulnerables al mensaje guerrillero; y, desde luego, respaldado por un entrenamiento y una profesionalización de las Fuerzas Armadas que comenzaron a dar frutos casi de inmediato al ser dotadas de armamento más adecuado y de mayor apoyo aéreo y naval.
Nadie puede negar que el papel de Juan Manuel Santos fue fundamental al mantener unos objetivos claros y muy bien definidos, mantenidos a salvo de las permanentes críticas políticas que siempre hacían naufragar las ofensivas organizadas, unas tras otras, contra los grupos guerrilleros.
Claro está que la oportunidad de juntar estrechamente a Uribe y a Santos en momentos en que era decisivo no desistir de la estrategia acordada para recobrar grandes extensiones de terrenos que habían caído en manos de las FARC y el ELN, iba a dar sus frutos si no se abrían grietas entre los dos pilares que sostenían el avance de la guerra.
Pero las guerras no son eternas y las pierden aquellos que habiéndolas podido ganar no las paran a tiempo. Santos lo pensó, lo meditó y dio ese paso hacia adelante que acabaría con su amistad con Uribe, a pesar de que lo respetaba y que de alguna manera lo seguía admirando. Sin embargo, la ruptura era inevitable para allanar el camino hacia las negociaciones de paz que no tardaron en hacerse públicas y esperanzadoras.
Hoy, ante los ojos del mundo, el presidente Juan Manuel Santos es admirado y premiado por esta paz que, si se mira hacia el violento pasado de Colombia, constituye una rotunda y civilizada victoria
Fuente: El Nacional
No hay comentarios:
Publicar un comentario