Miro Popic / Publicado diciembre 11, 2020 Twitter: @miropopiceditor
Pregunto, ¿somos venezolanos porque comemos hallacas o comemos hallacas porque somos venezolanos? No tiene nada de retórica esta interrogante. Tema obligado en diciembre, nuestro plato madre sigue vigente en el imaginario alimentario, pese a las dificultades para ejecutarlo, a la distancia que separa a las familias, a lo complicado que es saber amarrarlo bien, a lo imposible de homogeneizar su sazón. Para no perder la costumbre, hablemos algo de hallacas.
La venezolanidad de la hallaca no se discute. Se puede discurrir sobre el origen de sus ingredientes, lo heterogéneo de su composición, lo complejo de su elaboración, incluso sobre la ascendencia mesoamericana del concepto de pastel envuelto en hojas, o la etimología de la palabra, pero no sobre su simbología y ritualidad que la convierten en el plato nacional, emblema de la gastronomía venezolana, suma de lo que somos, de lo que comemos y síntesis de lo que podemos ser.
La gestación de la hallaca va unida a la domesticación del maíz y al poblamiento del territorio. En su proceso evolutivo, hasta consolidarse como símbolo de pertenencia e identidad, fue sufriendo transformaciones sustanciales que enriquecieron condimentación, contenido y técnicas de elaboración, incrementando y modificando el carácter y estructura de sus ingredientes, la manera de prepararlos y consumirlos, profundizando su percepción organoléptica, dándole un sentido mítico a su preparación y un carácter mágico a su degustación.
Todo esto sin alterar su esencia, incrustándose en la memoria gustativa de la nación, superando localismos y esquemas sociales, ascendiendo desde condumio primitivo indígena, rústico, rural, hasta hacerse urbana, masiva, dominante, popular, policlasista, llegando incluso a campos ajenos a la alimentación, convirtiéndose en cohesionador de diferencias, unificador insuperable en su condición de alimento magnánimo, afectivo, reivindicador.
La transición de la hallaca de condumio cotidiano a ritual navideño, ceremonial, escapa de lo alimentario y se enmarca en los procesos socioculturales que se produjeron con el rompimiento colonial, el advenimiento de la república, la transformación urbano rural de la sociedad y la democratización política.
La hallaca era un hábito alimentario de consumo regular que identificaba a la sociedad de un país desarticulado, lejos aún de constituirse en nación y carente, en consecuencia, de una cocina nacional. Con el deterioro alimentario producto de las guerras, la hallaca cotidiana pasó a ser comida de días festivos, hasta quedar como ritual navideño, expresando más un sentimiento social que religioso.
Hay que ubicarse en la cruda realidad de un naciente país sin aparato productivo, sin agricultura, sin comercio, sin circulación monetaria, sin mano de obra, lo que se tradujo en hambre pura y simple. Lo que fue comida de todos los días, quedó relegada a ciertas celebraciones de carácter religioso, donde las penurias alimentarias de 365 días al año se compensaban el 25 de diciembre y el Año Nuevo con lo mejor que se podía poner sobre la mesa.
La evolución de los usos y costumbres en la mesa se tradujeron también en cambios en el conjunto de las relaciones humanas y la hallaca se hizo familiar, vinculante, integradora. Más que sustento regular o ceremonial, es una manifestación de sentimientos en que los individuos se reconocen como miembros de la comunidad, contribuyendo a consolidar la estructura social, dándole una razón cultural a lo que se come.
El contenido de la hallaca no sufrió mayores modificaciones con el paso de la sociedad agraria a la sociedad urbana y el triunfo de la ciudad sobre el campo. Los cambios son más de orden tecnológico y social. Se pasó del fogón a leña a la cocina de kerosén, gas o eléctrica. El agotador manejo de la masa hecha con maíz pilado se simplificó con la aparición de la harina precocida de maíz. El aumento del poder adquisitivo hizo posible la adquisición por toda la población de los ingredientes que antes eran exclusivos de los adinerados.
La incorporación de la mujer a las tareas productivas le resta tiempo a las tareas propias del hogar, haciendo que lo complejo de la elaboración de la hallaca quede relegado a ocasiones importantes y requiera de la participación del grupo familiar, amigos y vecinos.
Esta interacción con otros grupos genera una toma de conciencia de lo que se es y se tiene. Al compartir preferencias y aversiones, modos de comportarse, hábitos alimentarios, etcétera, se crea un sentido de pertenencia e identidad donde la hallaca es el símbolo alimentario llevado a su máxima expresión.
Por eso, para mí, la hallaca es un sentimiento alegre que se come.
Miro Popić es cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.
Tomada de: TalCualDigital
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