Miro Popic| @miropopiceditor|diciembre 23, 2020 / Twitter: @miropopiceditor
¡Un pernil, un pernil! ¡Mi revolución por un pernil! Si William Shakespeare fuera venezolano y contemporáneo nuestro, debería modificar su obra Ricardo III donde pone al soberano inglés, acorralado en el campo enemigo, a gritar: “Un caballo, un caballo.
Mi reino por un caballo”. No hubo caballo para él y perdió su reino y su vida en la batalla de Bosworth, en 1485, cuando aún no nos descubrían. La revolución hoy naugrafa en busca del pernil y no alcanza para todos, hayan o no votado por quien sea. ¿Por qué tanta fijación por una pierna del más incomprendido de los animales que comemos?Los primeros puercos, o cerdos o cochinos, como quieran llamarlos, llegaron a bordo de las naves hispanas y se diseminaron por toda la geografía venezolana alimentando a conquistadores y conquistados. Era la proteína favorita de los europeos desde que lograron domesticar el jabalí salvaje para convertirlo en jamón, tocino y chicharrón. Su consumo en el mundo antiguo se debatía entre lo sagrado y lo profano, para unos era bueno, exquisito, para otros, malo, un pecado.
Para los españoles, el cerdo fue siempre más que una comida, fue factor de resistencia ante los siete siglos de penetración musulmana en gran parte de la península ibérica y un elemento identificador de los perseguidos judíos, ya que ambas religiones enfrentadas al cristianismo rechazan, por diferentes razones, el consumo de su carne desde los tiempos bíblicos y coránicos. “No comerás puerco, pues tiene pata ungulada y pezuña hendida, pero no rumia; será impuro para vosotros” (Levítico 11, 7-8). “Alá ha declarado ilícita para vosotros la carne de cualquier animal muerto, la sangre derramada, la carne de cerdo y la que ha sido sacrificada a otros que no sea Alá” (Corán, sura II, versículos 170-173).
Eso de las prohibiciones de consumir carne de cerdo, por más que estén establecidas en los textos sagrados de las respectivas religiones, no se debe a razones de salubridad, como comúnmente se argumenta, sino a cuestiones simbólicas y la costumbre de todas las sociedades de establecer controles de diversa índole, especialmente los que se relacionan con la naturaleza y la alimentación.
Explicaciones de todo tipo y para todos los gustos se han adelantado sobre el tema, tantas que ya el antropólogo norteamericano Marvin Harris adelantó que el mundo podía dividirse entre porcófilos y porcófobos.
Más allá del carácter puro o impuro que pueda tener para algunos, originado en el hecho de que come cualquier cosa, especialmente inmundicias, todo se origina en que el cerdo, en su orígenes, fue un animal sagrado destinado al sacrificio, tal como lo explica el historiador Michel Pastoureau, en su libro El Cerdo, historia de un primo malquerido, donde recuerda que ya los cananeos lo utilizaban para sacrificios idolátricos en Palestina, mucho antes de que llegaran los hebreos. Otros lo atribuyen a que el cerdo era despreciado por los pueblos nómadas ya que es un animal que no podía seguirlos en sus desplazamientos, como ocurría con los camellos, ovejas y cabras.
Para los pueblos islámicos el asunto tiene que ver con la sangre y la prohibición de comer carne de cualquier animal que no haya sido degollado. Para otros, se trata simplemente de reafirmación de la identidad que funciona de forma ambivalente: si tú comes cerdo, yo no lo hago porque no soy como tú; si tú no lo haces, yo sí lo hago, y así vamos.
Con todo el respeto que merecen esas creencias, no saben lo que se pierden esos fieles que por imposición divina quedan excluidos de uno de los buenos placeres terrenales como es la sabrosa carne de cerdo. O, como dice Felipe Fernández-Armesto, “no tiene sentido buscarles explicaciones racionales y materiales a las restricciones alimentarias, porque son esencialmente suprarracionales y metafísicas”. La fe tiene razones que el sentido del gusto no alcanza a comprender.
¿Por qué cochino en diciembre? Por el invierno. Con la llegada de la nieve y las lluvias el alimento para los animales se torna escaso. Es la época en que se sacrifican los cerdos machos mientras se conservan las hembras para reproducción. Se guarda la carne para los duros días invernales, días que coinciden con la celebración cristiana del nacimiento de Jesús, en cuyo honor se monta la mesa con lo mejor que se tiene: la pierna del cerdo. Costumbre cristiana heredada de los españoles que hoy algunos, no muchos, podrán reproducir en casa. La revolución no da para tanto.
Feliz Navidad para todos, con o sin pernil.
Miro Popić es cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.
Tomada de: TalCualDigital
No hay comentarios:
Publicar un comentario