martes, 9 de agosto de 2022

No me hables de Cañonero, por Omar Pineda


Omar Pineda|@omapin|Agosto 9, 2022 / Twitter: @omapin


“No me hables de ese caballo, amigo. Te lo pido como un favor, porque he sido amigo de tus hermanos y por respeto a tu viejo, que en paz descanse. Evocar esos años ha sido un martirio. Es pensar en Aly Khan arrastrando la voz hasta el infinito para proclamar que un purasangre tan feo, el mechón en los ojos y una pata corva, acababa de ganar el Kentucky Derby, y entonces no puedo evitar de pensar en ella. ¿Ves? ¡Mira cómo se me aguan los ojos!, y a mi edad, enfermo como estoy… esa imagen me tortura”.


Lo escucho y presiento que la atmósfera de simpatía con la que nos sentamos ante la mesa está a punto de enrarecerse. Admito que Fuenmayor no quería mencionarlo. Fui yo quien, en un acto de involuntaria temeridad, pregunté por Mireya, su mujer, la colombiana, esa rubia alta, espigada, que al caminar dejaba salir un montón de feromonas que borraba de nuestra memoria lo que hacíamos en ese instante; de modo que luego nadie se acordaba en qué inning íbamos ni cuánto a cuánto estaba el partido.


El hombre me observa, y tras un largo silencio pregunta, adornándose de una cómplice sonrisa, ¿verdad que era toda una hembra? Sixto Fuenmayor no espera respuesta. Es obvio que mis palabras no importan. Todo empezó porque aludí que en Barcelona hay un restaurante llamado Cañonero, y nada más por soltar la lengua especulé si acaso el dueño no será uno de los tantos millonarios de la hípica que engordaron con los triunfos del hijo del semental Pretendre y de la yegua americana Dixieland II.


Cañonero ha sido y será siempre gloria de Venezuela y me duele que a veces nadie lo recuerde. Por eso lo mencioné. Porque Fuenmayor era el más febril apostador del hipismo, como casi todos los hombres del barrio.


Una pasión que se acrecentó con la tragedia de Juan Bautista Chirinos, mi vecino que apuntaba a figurar al lado del “Monstruo” Gustavo Ávila o de Balsamino Moreira, y que un desatino lo hizo estrellarse contra la baranda del poste de los 400 metros, pasando a la historia de la hípica como el primer jinete fallecido en el hipódromo La Rinconada.


La muerte de J.B. Chirinos, como lo identificaba la Gaceta Hípica, nos dolió a todos por igual. Nos preguntábamos por qué entre tantos choros sueltos en las calles perdiéramos a ese joven falconiano, pequeño, compacto como un indio y cabello negro pasado de brillantina, y que constituía el punto focal de nuestro horizonte. Vestía con cierta pretensión de seriedad y hacía gala de una dignidad de celebrite que lo convertía en la insignia local. Es verdad, al barrio llegaron después campeones en boxeo, como Morochito Rodríguez, o como el “Orejas” García, estrella del baloncesto; incluso el célebre boxeador Oscar Calles era del barrio, así como el Caníbal o el Dragón Chino, el más “sucio” del staff circense de la lucha libre. Pero no, el «negro» Chirinos era el arquetipo del pobre que triunfa y cuando está a punto de coronar la fama viene la parca y le monta una celada para acabar con las ilusiones de un colectivo.

 

Comprendo que Sixto Fuenmayor, a quien le decían el empolvao porque salía de casa pasado en talco, se niegue a ahondar sobre Cañonero. Decían que era funcionario de la Digepol, la policía política de entonces, y que por ello, en su presencia evitábamos hablar de política. Vivía adherido a la Gaceta Hípica o a La Fusta, oyendo las carreras por Radio Continente y cada lunes revisaba las fotos fijas de los diarios para entender en retrospectiva por qué carajo perdieron los caballos a los que apostó.


Para mí el hipismo constituyó un mundo íntimo, casi mágico, ya que corría la leyenda de que convertía en ricos a la gente pobre que acertaba el 5y6. Para saber más de ese universo, los chamos nos acercábamos al bar Bidú, frente al Hospital Militar, para contemplar desde la acera de enfrente el comportamiento singular de los apostadores cuando oían las carreras (luego las transmitirían por televisión), y salían arrechos a fumar, preguntándose por qué el jinete «se abrió demasiado» en los 800 y no volvió al pelotón.


Incluso, las discusiones entre quienes perdían su plata por oír al amigo que le hizo cambiar la apuesta el último minuto. Mientras esa multitud, ebria de alcohol e ilusiones dejaba su dinero en otras manos, y Fuenmayor se empeñaba en saber por qué tal caballo debió ganar, Mireya se entretenía con Darwin, el ecuatoriano gordito que reparaba neveras y lavadoras a domicilio. Decían que se encerraban en las tardes en el apartamento de la planta baja del bloque ocho, lo que nos facilitaba espiarlos por la ventana, abriendo con un alambre las persianas, sin que se dieran cuenta.


No sé si fue por eso que nosotros, por pura envidia, le cogimos tirria a Darwin, quien vivía en La Morán; pero nadie se atrevía a contárselo a Fuenmayor, ateniéndonos a dos reglas: primero, no era asunto nuestro; y dos, ¿cómo hacíamos para transgredir la primera regla sin que Fuenmayor nos sometiera al interrogatorio y dijera que mentíamos? Yo sé que está mal confesarlo, pero nuestra venganza fue alegrarnos cuando mataron al ecuatoriano en un atraco ese mismo año.

 

El punto es que ha pasado demasiado tiempo y ahora tengo enfrente a Fuenmayor. No olvido que fue el primer presidente de la junta de vecinos, el señor que nos enseñó a batear y a inclinarnos para agarrar los rollings; el primero que nos mostró un revólver al tiempo que nos apuntaba con narración espeluznante de cómo torturaban a guerrilleros y comunistas, sin saber que años más tarde Richard Bravo, Virgilio Álvarez, los hermanos Gamboa y yo ingresaríamos a la JC, y que después de una charla con Ciano, nuestro «contacto» en el PCV en San Juan, sobre la lucha de clases acabaríamos planificando quemarle el carro al Empolvao, lo que no llegamos hacer porque en el fondo estábamos agradecidos de alguien que nos ofreció su amistad.


Por eso ¡coño! cómo no hablarle de Cañonero, y subrayarle la imagen por televisión de Gustavo Ávila levantando el fuete en el Churchill Downs ante el asombro de los gringos y el estallido de felicidad nacional de un pueblo aferrado a un sentimiento parecido al amor.


Recuerdo que Luis, el cumanés, intentó registrar a su primer hijo como Luis Cañonero Guerra, y el jefe civil no solo lo rechazó sino que lo amenazó con meterlo preso. Esfuerzo vano, porque de todas formas el chamo creció y en el barrio fue conocido como Cañonero, signado además para rematar caballos en La Plazoleta, donde llegaban los autobuses en su parada final.

 

Con la quinta cerveza a Fuenmayor le concede libertad a la lengua y me confía que a él tampoco le gustaría olvidar esos tiempos. Habla más con un sentimiento similar a la culpa que a la nostalgia. Confucio decía que el tiempo es una gota congelada, y el pasado un turbado espejo donde se reflejan los recuerdos que se niegan a desaparecer.


Retornar al presente no tiene sentido. El hipismo se extinguió como casi todas las tradiciones que definían al país, y Mireya, me dice, regresó a Colombia, se casó de nuevo y tiene dos hijos. Entonces lo que queda de esos años es un Sixto Fuenmayor instalado en largos silencios que me desorientan. Hasta que al fin, sin dejar de observarme, hace un gesto, como de encogimiento de hombros que recorre la distancia de su mirada a la mía, y me dice en voz baja y algo quebrada: perdí a la Mireya y me vi obligado a matar al ecuatoriano. ¿Viste que por eso no quiero que me hables de Cañonero?


 Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España

Tomada de: TalCualDigital

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