Todas las previsiones que han sido publicadas en las últimas semanas anuncian que continuarán los malos tiempos para América Latina durante 2020. La tendencia negativa de 2019, salvo alguna excepción, se proyectará hacia el próximo año.
El crecimiento de 2019 será apenas de 0,6%, aproximadamente un tercio por debajo de lo que había sido previsto a finales de 2018. Cuando los economistas explican lo que está ocurriendo, se repiten las macrocausas: la baja de la economía china, el principal entre los grandes clientes de materias primas del continente; la guerra comercial entre ese país y Estados Unidos; los indicadores económicos de México, Brasil y Argentina, venidos a menos; la inestabilidad política que ahuyenta a los inversionistas; y, por supuesto, la debacle venezolana, el más abultado y creciente lastre para la economía y la política de la región.
Más allá de los inevitables elementos coyunturales que aportan los analistas, sin duda justificados, a los latinoamericanos nos corresponde preguntarnos, una vez más, por las causas estructurales, que impiden a nuestros países despegar hacia un estado de cosas, cuyo resultado sea la superación de la pobreza y la mejora de la calidad de la vida.
Estamos a punto de culminar el primer quinto del siglo XXI, a una década de las metas establecidas por la Agenda 2030, y todavía casi un tercio de la población -30,8% de acuerdo con el reporte de la Cepal- vive en condiciones de pobreza. Esto equivale a 191 millones de personas, de las cuales, alrededor de 72 millones viven en condiciones de extrema pobreza.
Frente a este estado de cosas, abundan quienes se conforman con señalar culpables y no aportar soluciones. Nuestro continente parece estar atrapado por pensamientos y prácticas que nos impiden cambiar de rumbo en las cuestiones sustantivas. Estamos en un punto, donde todo aquello que no hemos logrado desanudar y resolver, podría volverse en contra y condenarnos a condiciones de vida todavía peores. Mencionaré solo cinco factores, aunque sería necesario listar muchos más.
Uno. No hemos logrado que nuestras economías reduzcan la dependencia de las materias primas, lo que nos hace vulnerables a las oscilaciones de precios del petróleo, minerales y productos agrícolas. Dos. Nuestros sistemas educativos no parecen haber alcanzado el punto de adecuación para responder a la competencia, la globalización y la revolución digital. Tres. La mayoría de los países carece de una estrategia de Estado para afrontar los cambios que producirá el auge de la robótica y la inteligencia artificial en los sistemas de producción, con consecuencias que podrían ser devastadoras para el empleo. Cuatro. No hemos terminado de entender que los modos políticos del izquierdismo populista, entre muchas otras, tienen una consecuencia: destruyen puestos de trabajo, la productividad, las empresas y el respeto a los derechos humanos y al Estado de Derecho. Cinco. En las últimas dos décadas, muchas veces con el motor de procesos electorales, los latinoamericanos hemos elegido como gobernantes a delincuentes. Lo más sorprendente de todo esto es que a veces no nos pareció suficiente: también los reelegimos. Delincuentes que asaltan las arcas de sus países, pero que también reprimen, ajustician, torturan y matan en las calles. Políticos delincuentes que se asocian al narcotráfico, que convierten a las fuerzas militares en sicarios o guardaespaldas de maleantes y corruptos.
Una revisión muy somera, de lo que está ocurriendo en países y subregiones, justifica las alarmas. El balance del primer año del gobierno del populista López Obrador en México, es calamitoso: economía en recesión; crecimiento de la impunidad del narcotráfico; aumento de la criminalidad; ningún avance en su promesa de mejorar el ingreso de los sectores más pobres; y, eso sí, una política diaria de aliento al resentimiento y al uso politiquero de la historia de México.
Si nos detenemos en la situación del triángulo norte de Centroamérica -Guatemala, Honduras y El Salvador-, el panorama no ha cambiado, en relación con la última década: predominio de las bandas armadas, apogeo de las operaciones de narcotráfico, migraciones forzadas, agricultura cada vez más desvirtuada por los efectos del cambio climático. Nicaragua: la pareja presidencial y sus respectivos clanes familiares no se detienen, roban hasta el último córdoba, reprimen y torturan a los demócratas, en un ambiente de absoluta impunidad, bajo la guía del castrismo. Cuba: la vergüenza del continente, dictadura que cumplirá 61 años en enero, convertida en poder especializado en vivir de las rentas -incluyendo las del narcotráfico- que les proveen otros países: el culmen del fracaso.
En Colombia, el presidente Duque afronta la lucha contra el terrorismo y la criminalidad de la narcoguerrilla. En Ecuador, Lenín Moreno gestiona el plan desestabilizador dirigido desde Cuba y Venezuela, en apoyo al prófugo Rafael Correa. En Bolivia, luego de intentar un fraude electoral, Evo Morales se prepara, también en condición de prófugo protegido, a encender ese país de protestas violentas, a comienzos de 2020. Argentina: ¿hay que agregar algo al hecho de que una coalición protagonizada por la corruptela de los Kirchner haya regresado al poder, por la vía de los votos? Chile: la violencia destructiva acaba de lograr una importante victoria en la opinión pública: justificación e impunidad para sus crímenes, avalada por las buenas conciencias de quienes observan los desafueros a miles de kilómetros de distancia.
De Venezuela, todo está dicho: el régimen de Maduro ha destruido la nación y la sociedad, con un impacto que alcanza las economías y la vida cotidiana de otros diez países. La perspectiva es oscura: de tormentas podríamos pasar a situaciones todavía más críticas.
Tomada de: El Nacional
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