Amanecía bien frío en Caracas, el cielo se ponía azulito, el Sol encandilaba a El Ávila que estaba más verde que nunca, ¡había llegado la Navidad! Y si alguien lo ponía en duda, una cruz se encendía en la montaña.
Intentando escribir sin borrones, redactábamos la cartica al Niño Jesús quien traía los regalos. Un disparate, pues el regalado era él según las figuritas del Nacimiento. Ahí estaban los Reyes Magos con su oro, incienso y mirra, y los pastorcitos con sus bollitos de pan.
Una vez finalizada la cartica, había que hacer tarjetas originales para enviarlas a la familia en lugares remotos, que ignorábamos dónde quedaban.
El Nacimiento se ponía en un rincón de la sala con el Niño Jesús tapado, porque aún no había nacido. El riíto era de escarcha azul y el lago era un espejito; a la mula le faltaba una oreja y parecía un unicornio; había una familia de pingüinos para que la gente preguntara; y siguiendo una tradición puertorriqueña, al negro Baltazar había que ponerlo entre los dos reyes blancos, así no se apagaba la Estrella de Belén.
Ni idea de quién era San Nicolás y ni falta hacía.
Mi mamá en la cocina todo el día preparando su famosa “Fruit Cake” con un sinfín de orejones macerados desde agosto. Cascaba nueces y avellanas al tiempo que cantaba sin respirar: “Niñolindoantetimerrindo, niñolindoantetimerrindo, niñolindoantetimerrindo”… hasta que yo le gritaba desesperada: “¡¡¡Eres tú mi Diooos!!!”.
Cuando ponían el mantel de plástico horroroso era el día de hacer hallacas con guiso dulzón y almendras y ciruelas pasas y mil cosas más. Hallacas muy caraqueñas. Tiempos en que las mejores eran las de la mamá de uno y a nadie –nadie-, se le ocurría comer hallacas ajenas y mucho menos compradas en el supermercado. La línea de ensamblaje era algo fríamente planificado: al que no le gustaran las pasitas, ése ponía pasitas; el que odiaba las aceitunas, colocaba las aceitunas, y así. Y el que las amarraba decía que el secreto de una buena hallaca está en el amarre. Los bollitos bien aliñados se dejaban para el desayuno con café aguarapao.
Y aparecía la vecina con platicos de bienmesabe y de majarete, y uno le regalaba dulce de lechosa y de cabello de ángel. Por las noches llegaba la gente cantando aguinaldos y se les daba Poche Crema de Eliodoro González P. Con el tiempo se pusieron de moda las gaitas sin que supiéramos muy bien cómo era Maracaibo. ¡Ay, las parrandas y los parrandones! ¡Y los “Tucusitos, tucusitos, llévame a cortar las flores”!
Algunos ponían pinos. El de mi casa era plateado, tenía una base giratoria con luces multicolores y aquello era la psicodelia pura en plena década de psicodelia universal.
¿Qué decir de la cena de Navidad con toda la familia? ¡Una cosa pantragruélica! Pernil en jugo de naranja, ensalada de gallina, pan de jamón y la impepinable hallaca. ¡Y el Panetón, los turrones, los higos y los mazapanes! A los dátiles había que agarrarlos con cierta desconfianza hasta confirmar que no tenían ni paticas ni antenas. Cenas de clase media, cuando la clase media podía.
Unos iban a Misa de Gallo y otros, no.
¡Y los niñitos a la cama bien temprano! ¡Habría que madrugar para abrir los regalos que estarían bajo el árbol! Eran presentes con contención como una (1) Barbie de por vida y si uno ya tenía una, entonces un vestidito para la muñeca. Lo que sí tenía mi Niño Jesús es que era un gran lector y me traía un montón de cuentos.
¡Y faltaba lo mejor! ¡Los patines Winchester y el pabilo alrededor del cuello con la llave para apretar muy bien los dos ganchitos que los patines tenían adelante! Patinatas nocturnas por el medio de la calle para agarrarnos de los pocos carros que pasaban a esa hora. Y la emoción de hacer trencitos y las matadas que nos dábamos (¡benditos sean los bluejeans!); y aquella pirueta arriesgada que se llamaba “el látigo” y el último en la fila siempre salía disparado y se estaponaba contra una pared. Pero a nadie le pasaba nada malo. Eso es ahora. Con tanto trencito y tanto látigo y el juego del “amigo secreto”, vinieron los primeros noviecitos de adolescencia, pero de repente alguien sacaba un saltaperico y unas lucecitas de bengala y unos fuegos artificiales y volvíamos a tener 7 años.
Llegaba el 31 y, tras un chupito de champán, todos esperábamos el cañonazo con la radio prendida y aquella canción “Cinco pa’ las doce ya el Año Viejo se va, voy corriendo a mi casa a abrazar a mi mamá”. Y siempre había uno que se ponía melancólico a recitar “Maaadreee, esta noche se nos muere un aaañooo” y nadie le hacía mucho caso, porque ya estaban sonando las doce campanadas. Y entre besos, abrazos y uvas, la radio se reventaba “¡¡¡Año Nuevo, Vida Nueva, Más Alegres los Días Serán, Año Nuevo, Vida Nueva con Salud y Prosperidad!!!”.
¡Ojalá que haya mejores cosas por venir!
Tomada de: TalCualDigital
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