domingo, 27 de septiembre de 2020

La cocina en tiempos de guerra, por Miro Popić

 

Miro Popic / Septiembre 25, 2020 / Twitter: @miropopiceditor

La creatividad culinaria no tiene límites, menos en tiempos de guerra que es cuando más se necesita. Tiempos en que el único pensamiento es lo que vamos a comer y cómo vamos a resolver lo que pondremos en el caldero. Tiempos difíciles en los que hasta los cocineros se mueren de hambre. Tiempos como los que estamos viviendo.


Cuando se tiene hambre todo lo que pensamos va hacia aquellos platos que nos dieron placer y la ilusión por reencontrarnos con el gusto de las cosas perdidas, el aroma de dos huevos frescos bien fritos, el sofrito de la abuela cuando montaba la olla, el tostado de la arepa mañanera en el budare, el aroma del pan recién horneado, el café colado. No hablo de lujos exquisitos ni manjares suculentos sino de la humilde cocina diaria de subsistencia.

 

La mayoría de los escritos sobre alimentación en situaciones extremas nos hablan del aprovechamiento de lo inaprovechable y del reemplazo de ingredientes escasos o costosos por otros más económicos y abundantes. Muy pocos se refieren a una cocina que recree la memoria gustativa en busca del sabor perdido.


Los ejemplos más duros lo tenemos en la España del siglo XX, el país más golpeado por las catástrofes: primera guerra mundial, que generó más de 10 millones de muertes; la peste mal llamada española que arrasó con más de 40 millones de personas; la guerra civil, la peor de todas las guerras; la segunda guerra mundial y sus secuelas que aún no se olvidan; la dictadura franquista que se mantuvo hasta 1975.


La obsesión por la comida en aquellos años llevó a una literatura gastronómica bélica, como la define Joan Sella Monserrat, cuyo máximo exponente fue Ignacio Doménech, un cocinero profesional de alto vuelo, autor de más de veinte libros de cocina, el más importante de ellos escrito entre 1937 y 1939, en la hambrienta Barcelona de la guerra civil, llamado Cocina de recursos, donde los principales ingredientes son la rabia, la impotencia y el ingenio.


Tanto o más desastroso que la carencia de alimentos y nutrientes era la falta de energía para guisar. Muchos se vieron en la necesidad de destrozar puertas y muebles para transformarlos en leña y así comer caliente. Como alternativa, Doménech inventó hacer unas bolas de papel periódico remojado que, una vez secas, se podían utilizar como carbón. Desgraciadamente para nosotros, ya ni periódicos quedan.


Como la mantequilla, elemento graso infaltable en la cocina era casi inexistente, Doménech desarrolló una “casi” mantequilla que, según él, era mejor que la “horrible margarina que tanto se usaba en aquellos desdichados día en los que faltaba de todo”. ¿Cómo se hacía? Con grasa de buey o de carnero, agua y algo de leche si se conseguía.

 

El libro trae 167 recetas que recuerdan la gran cocina de mantel largo llevada a la realidad de una guerra donde los que lograron sobrevivir lo hicieron con 20 kilos menos. Hay propuestas como: sopa de pobres a la marsellesa, sopa de comino, acelgas del bosque salteadas, hojas de remolacha, arroz de batallón, bullabesa sin pescados, salsa mahonesa falsa, calamares fritos sin calamares, tortillas sin huevos de gallina para los casos de necesidad, etc. Hay también veinte maneras de preparar el spam, la carne enlatada que recibían como donación desde Estados Unidos, que sabe a cualquier cosa menos a carne, y que hoy abunda en nuestros bodegones a precio de joyería.


La más famosa de todas sus recetas es la tortilla de guerra con patatas simuladas. Se trata de la popular tortilla española, pero sin huevos y sin patatas. En vez de huevos lleva una salsa batida de harina, ajo y agua y en vez de patatas utiliza la parte blanca de las conchas gruesas de naranja.


Este es, como dijo alguien, un libro que se sufre. Tanto como estamos sufriendo nosotros, con más muertos y desnutridos que ningún otro país del mundo, sin estar en guerra pero peor.

Tomada de: TalCualDigital


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