La película dirigida por Elia Kazan, premiada y convertida en obra de culto gracias entre otras cosas a la espléndida actuación de Marlon Brando, viene al caso no solo por su oportuno título –que bien puede ser adjudicado a nuestro máximo organismo rector electoral, peor conocido en los bajos fondos como CNE, a secas– sino por recoger con el mismo estremecimiento y dolor de un cuchillo hundido hasta la empuñadura en la espalda una época como la de los años cincuenta en Estados Unidos, en la cual la sociedad no padecía solo de hambre sino de una profunda miseria moral.
Los ciudadanos se veían vapuleados a diario entre las inclemencias éticas de un orden político y social corrompido hasta los tuétanos y un control paralelo de la vida diaria practicado por las mafias sindicales y sus robustas extensiones hacia el crimen organizado en las grandes urbes de Estados Unidos.
A esta desolación moral y material que azotaba al ciudadano común se le unía el oscurecimiento de la justicia, la corrupción policial que se transmitía como una peste imparable y una insondable soledad producida por la extinción de la solidaridad ciudadana, la proscripción de la compasión y la arremetida cotidiana de la segregación racial y social. La gente sentía que alguien, inmensamente perverso, había prohibido el futuro para siempre.
Nadie podía imaginar que décadas después, en los inicios del siglo XXI, en un país llamado Venezuela, esa experiencia tan siniestra y devoradora se iba a repetir con peores actores y en condiciones tan humillantes para la civilización que solo el asco y el vómito pudiera acercarse a esta retorcida realidad.
El venezolano honesto, tranquilo pero obsesivamente pendiente de las erráticas y perversas actuaciones del gobierno de Maduro y compañía, esperaba que el Consejo Nacional Electoral, integrado mayormente por mujeres, tuviera la vergüenza de respetar no solo la voluntad de cambio por vía democrática de un presidente que, hasta ahora, ha hundido a Venezuela en la miseria más absoluta y en la corrupción más generalizada que haya conocido en su vida republicana.
La gente pensaba que por muy deteriorada que fuera su condición moral y política, a estas señoras les quedaba una oportunidad histórica de rectificar su actuación, ya de por sí arrastrada y cortesana. Pero no les importó siquiera recibir en público este baño de excrementos que sus propios jefes lanzaron sobre ellas, sobre sus familias y apellidos, sus amigos y sus antepasados. Porque la verdad es que al prestarse a este tipo de maniobras nadie las recordará por tocar el violonchelo, ni por haber obtenido un título en la universidad, o cualquier otro escalón social o profesional.
Serán recordadas por este hediondo último acto que, por obra y gracia de sus titiriteros, han acometido no solo contra la democracia sino contra el mismo proyecto que su querido jefe Chávez les dejó en herencia. Estas señoras patearon la Constitución Bolivariana de Venezuela, la ley electoral y a los militantes chavistas críticos o decepcionados por el incumplimiento del proyecto que debían ayudar a desarrollar y que hoy sepultan, a medianoche, como asaltantes de camino que esconden su botín.
Fuente: El Nacional
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