Mientras el mayordomo del palacio sirve el exquisito café colombiano Juan Valdez, 100% arábica, en las tacitas de porcelana de la prestigiosa firma francesa Limoges, Maduro, Cabello y Escarrá se regodean con el triunfo obtenido.
La sentencia de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia se ajusta como anillo al dedo a sus deseos e instrucciones. Más no podían pedir. Por si fuera poco, el pronunciamiento se hizo en tiempo récord. Ninguna sentencia relevante de las cortes supremas de los países libres del hemisferio occidental había sido dictada tan rápidamente y con tanta enjundia jurídica. Los padres del derecho romano (Ulpiano, Papiniano, Gayo y Cneo Flavio, entre otros) y el teólogo de la política y gran jurista del Tercer Reich Carl Schmitt se han de sentir orgullosos y, por qué no decirlo, hasta envidiosos en sus tumbas.
Es cierto, sin embargo, que en la propia exposición de motivos de la Constitución, donde quedó expuesto el verdadero espíritu de la misma, se establece que: “…Dada la trascendencia de la decisión correspondiente, se prevé la intervención de los tres poderes clásicos en la declaración de los estados de excepción: en virtud de la urgencia que los caracteriza, se faculta al presidente de la República, en Consejo de Ministros, para dictar el decreto respectivo, pero se prescribe su remisión a la Asamblea Nacional, la cual, como instancia deliberante y representativa por excelencia de la soberanía popular, puede revocarlo si estima que las circunstancias invocadas no justifican la declaración de un estado de excepción o si considera que las medidas previstas para hacerle frente son excesivas”. También es cierto que la anterior exposición de motivos recoge claramente la intención de la Asamblea Nacional Constituyente (el órgano representativo del pueblo soberano que elaboró y aprobó la Constitución) y que ese designio fundamental de toda interpretación está recogido en nuestro Código Civil, al señalarse que: “A la ley debe atribuírsele el sentido que aparece evidente del significado propio de las palabras, según la conexión de ellas entre sí y la intención del legislador”. Pero, lamentablemente, en la lógica marxista y leninista, cuando se habla de “exposición de motivos”, “intención del legislador” o “espíritu”, se alude tan solo a referencias cuasi religiosas que no aplican en un Estado seglar y revolucionario en el que los jueces son comunistas ortodoxos e incrédulos a rabiar.
La anterior es la cruda realidad pero dista mucho del triunfo. Es solo la dramática escenificación de la victoria pírrica. Lo real y verdadero es que el gobierno está paralizado ante la crisis. Políticamente tiene conciencia de que las únicas medidas que pueden ayudar en la solución del drama terminal que afecta al país son de corte liberal o de mercado: ajuste del precio de la gasolina, derogación del régimen de control de cambios, eliminación del financiamiento monetario y celebración de acuerdos con el Fondo Monetario Internacional, por mencionar algunas. Pero en esa instancia también se sabe que la puesta en práctica de tales acciones tendrá un elevado costo político e ideológico para ellos: sería el más claro reconocimiento del fracaso del proyecto revolucionario.
Ante esa dramática circunstancia, una conducta más inteligible (para ellos), aunque inconveniente e irresponsable (para nosotros), habría sido aplicar la política de paños calientes que han esbozado a través de 13 “motores” (inicialmente eran 9), que no resolverán nada y empeorarán las cosas, pero que les permitiría más adelante argumentar ante sus fieles seguidores que el fracaso es imputable a la Asamblea Nacional por no aprobar el “necesario” estado de excepción. Con el pronunciamiento de la Sala Constitucional, esa excusa ahora no existe y la responsabilidad es y será toda del gobierno.
Volvamos, pues, a la escena inicial. De un sorbo desaparece el tinto servido en las pequeñas tazas y para la historia quedan la risa y camaradería de las tres portentosas figuras, cuyo espesor contrasta con la fina y diminuta vajilla de Limoges, mientras un ventanal frente a ellos nos muestra un campo abrasado por las llamas. Un cuadro ideal para Fernando Botero, el gran pintor y escultor de Medellín.
Fuente: El Nacional
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