La orden que recibió la Asamblea Nacional el 6-D fue el reemplazo de Maduro y su régimen en 2016. Esa orden no fue cumplida ni parece que lo será este año (aunque hay amnésicos que lo quieren en 2017). Se adoptó el referéndum revocatorio 2016 y el país lo acogió entusiasta a pesar de que, metido en el aparato digestivo de las instituciones podridas del régimen, podía salir lo que al final salió: un gaseoso y pestífero timo.
Así, los de la MUD ofrecieron el juicio político para destituir a Maduro y una marcha a Miraflores el 3 de noviembre. La AN sería el instrumento institucional para cumplir el primer objetivo en plazo perentorio. Y la marcha a Miraflores sería la palanca para lograrlo. Esta marcha fue idea poco estudiada y organizada; en Venezuela y desde el 11 de abril de 2002, ir a Miraflores quiere decir hacer renunciar al presidente. En las pulsiones venezolanas, tanto del régimen como de la oposición, esa marcha o es una farsa si no pasa la primera barrera de los militares o es una gesta definitiva, cívico-militar.
Ante el bloqueo del referéndum revocatorio 2016, el compromiso de la dirección opositora era el juicio político y tal vez no ir a Miraflores pero sí incrementar la protesta en todo el país, para obligar una transición pactada o una situación que obligase a Maduro a renunciar.
En la cúspide de la crisis, con las masas en la calle, tres partidos de la MUD congelan la protesta, desechan en la práctica el objetivo del cambio de régimen y adoptan la narrativa chavista con las mamarrachadas del “boicot” a la economía, “el desacato de la Asamblea Nacional” y la patética e infeliz referencia a las “personas detenidas”: presos políticos que el régimen ha usado y usará como arma de chantaje y cambio. Como consecuencia, se produjo una nueva catástrofe política y comunicacional para los dialogantes, imposible de remendar con su tour televisivo y tampoco con la movilización de sus más incondicionales fans en los medios de comunicación, mientras se muestran desaforadamente intolerantes con la crítica de aquéllos a quienes dicen representar.
Una de las razones del desastre es que los dialogantes actuaron como si ostentasen un poder notariado e ilimitado del país democrático para representarlo, y podían hacer y deshacer según les pareciera; sin advertir que los ciudadanos dieron un mandato claro al conjunto de partidos: la salida de Maduro.
Hoy el diálogo es un cadáver colocado en una silla, apoyado en su escritorio y con pluma en mano como si fuera a dar la orden para otra farsa: el RR en 2017; mientras que, desde lejos, parece vivo y happy
Fuente: El Nacional
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