Maritza Mészáros26 junio, 2025
Hace como dos meses me encontraba en el Club Izcaragua y miraba atónita cómo en lugar del verde que siempre me abraza cuando estoy allá, mi entorno se había vuelto opaco y todo se veía entre marrón y gris. No había llovido. Los árboles se veían tristes. El ambiente estaba seco. Esa sequedad era contagiosa. Penetraba hasta el alma.
Unos días después comenzó a llover. Ya tocaba!. Al ver la lluvia sonreí, mientras otros se quejaban. Yo estaba feliz. Sabía la falta que le hacía a la tierra esa lluvia. Esas gotas que caían representaban vida. Llovió por varias tardes seguidas. También algunas mañanas. Y, de repente, mientras manejaba hacia el Club una mañana alrededor de las 7:00 a.m., mi mirada se dirigió hacia las montañas. Un color amarillo adornaba todo el paisaje. Era realmente impresionante. Esas montañas que hace apenas unos días parecían desoladas ahora estaban radiantes, coloridas, y rebosantes de vida.
No fui yo la única que se percató de la belleza del colorido. Al llegar al club todos estaban comentando sobre los bellos araguaney y bucares que habían florecido. Además, al entrar al Club, también me maravillaron dos espectaculares árboles de pomarrosa que contrastaban con sus tonos fucsia contra el cielo azul.
Sentí una paz inigualable. Nuestro país reverdecería y lo haría de un momento al otro, de un segundo al otro. Pasaría sin que tuviéramos tiempo de entender ni cómo ni cuándo había sucedido. Nuestro país era así. Un país fructífero, un país agradecido, un país bendecido.
¡Prendamos una vela y pasemos la luz!
Maritza
Tomada de: analitica
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