Por más que los venezolanos sean bombardeados con publicidad sobre los beneficios del "modelo", la mayoría admite consternada que impera una corrupción monstruosa, superior a la de cualquier gobierno del pasado, incluso de las dictaduras. Que la inconmensurable ineficiencia de la acción gubernamental ha destruido al país
El país está que arde. Sin embargo, el sector que debería proveer alternativas sensatas pierde su tiempo. El oficialismo tiene un objetivo claro: mantenerse en el poder a cualquier costo. La oposición, en cambio, no ha podido construir su propio gran arco, ni cómo presentarse, ni por dónde marchar, ni cómo aumentar su influencia en el ánimo de quiénes padecen las consecuencias de las erradas políticas gubernamentales para sumarlos a la gran tarea de poner término a este nefasto gobierno.
Es cierto que se destacan figuras dignas en el espectro opositor. Pero, sus respectivas agrupaciones políticas no se deciden actuar frente al estado crítico por el que atraviesa la República. Por eso no se apuran en desarrollar mecanismos de articulación, con la población, más allá de lo electoral, y definir programas de largo alcance. No se deciden a construir, de una vez por todas, el edificio de una alternativa sólida, confiable, racional y patriótica, concentrada en los temas centrales. No advierten la urgencia y que esta urgencia necesita de un cuerpo opositor múltiple en sus orígenes, pero unicolor en su objetivo de salvar la República y la democracia. No alcanza con elaborar y votar en la Asamblea, porque la conflagración judicial e institucional que se le aplica resalta la insignificancia e inoperancia de cualquier alternativa. Los partidos políticos protagonistas de la oposición se limitan a maquillajes, negociaciones de corto vuelo, respuestas confusas a la agenda oficial, ambiciones personales de sus dirigentes, y conceptos nublados por el arcaísmo y la miopía.
La oposición organizada es poco escuchada por haber perdido el tiempo y la oportunidad peleándose soterradamente entre sí. La percepción sobre su dispersión y falta de espíritu de lucha ha intensificado su falta de credibilidad. Hasta se afirma que no tiene proyectos, lo cual no es verdad. Los tiene, pero no trascienden ni enamoran. No llaman la atención, no se escuchan, no estimulan la esperanza, no son objeto de debates encendidos. Una propuesta por aquí y otra por allá, una gestión municipal o legislativa con algunos aciertos: leyes que a pocos movilizan y no logran que explote en el ciudadano el entusiasmo transformador.
Es evidente que el relato oficial tiene potencia y carece de responsabilidad y límites éticos. No le interesa cómo van las cosas en la realidad concreta; todo vale, las contradicciones, también las mentiras, para imponer un falso y falaz discurso. Aunque es absurdo, machaca sobre los rasgos paradisíacos de su "modelo". Estamos mejor que nunca -grita-. Además, la culpa de nuestras "pequeñas" dificultades las tiene siempre otro, el cual no es difícil encontrar. Y si no se lo encuentra, lo inventa. El procedimiento es sencillo: se trata de alienar el entendimiento de la mayoría con una buena maquinaria propagandística. A los viejos enemigos los recicla y añade otros. No olvidemos que Maduro a poco de iniciar su gobierno, martilló la táctica de esparcir el miedo con ataques en rápida sucesión a los bancos, la Iglesia, el liberalismo, las corporaciones multinacionales, el campo, la prensa, los débiles opositores, empresarios con nombre propio, etcétera. Ahora los convoca y llama a colaborar con su gobierno. Esa estrategia ha resultado eficiente porque el ritmo impuesto no le ha dado tiempo a las organizaciones opositores para reponerse de la sorpresa. Y todo esto seguido por el vértigo de los escándalos, ya que el de hoy difumina al de ayer.
El envilecimiento del régimen se derrama como una lluvia de pus sobre el país. Desde arriba se esparce el ejemplo de cómo se puede usar el poder para enriquecimientos ilícitos. Ya estamos acostumbrados a la impunidad de los delitos cuando los comete alguien vinculado al gobierno central o es socio de alguien atado a ese poder. La corrupción no irrita más: su cotidianeidad ubicua la ha convertido en un hecho natural; ni siquiera se dice "roban pero hacen", sino "roban, ¡qué le vamos a hacer!". La sucesión de inequidades con que muelen las espaldas de la Justicia tampoco estremece a la ciudadanía y la impulsa a actuar.
En el país perdió vigencia el mérito, la constancia, la decencia. Ahora lo que importa es la viveza. Pero no se trata de esa viveza que antes se limitaba a travesuras, el humor picante o beneficios de poca monta. No. Se trata de una viveza que destruye la República y compromete el destino del país. La oposición tiene el deber de reinstalar la ética y avanzar hacia la tolerancia cero en materia de delitos. Hace falta poner antibióticos a la infección moral que corroe los pilares de la nación. Los sufragios del 6D designaron a quienes deben servir, no para que se sirvan.
Por más que los venezolanos sean bombardeados con publicidad sobre los beneficios del "modelo", la mayoría admite consternada que impera una corrupción monstruosa, superior a la de cualquier gobierno del pasado, incluso de las dictaduras. Que la inconmensurable ineficiencia de la acción gubernamental ha destruido al país. Comparan nuestro país con otras economías emergentes, incluso las vecinas. Y asusta el desatino de quienes conducen al nuestro.
Vuelvo a insistir. Este pueblo sufre un autoritarismo muy largo. Un autoritarismo con más arbitrariedades y persistencia inflacionaria que ninguno en nuestra historia. Somos un pueblo que sabe cómo se han despilfarrado y robado sus recursos y su futuro. Por eso la oposición debe asumir que salvar la República y la democracia es la tarea primordial por sobre todas las cosas. Los matices ideológicos y las legítimas aspiraciones personales deben quedar para más adelante.
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