Suele ocurrir que, en sus inicios, las revoluciones apoyen a las vanguardias artísticas y les den alas a los creadores para que pongan a volar su imaginación. Sucedió en Rusia, cuando apenas comenzaba a ser soviética; también en la Cuba de El Caimán Barbudo y Juventud Rebelde, antes de que Fidel Castro dijera basta.
"Aquí pensaban seguir /jugando a la democracia", cantaba Carlos Puebla, ícono de ese género que llaman canción protesta, y remataba: "Se acabó la diversión, /llegó el comandante /y mandó a parar".
No ha sido así entre nosotros, pues desde el comienzo del "proceso", los gestores de culturales se plegaron al mal gusto del eterno de Barinas y adoptaron, como plataforma programática, un injerto de revolución cultural china con mucho del ideal estalinista y leninista de hacer del arte un vehículo de inducción ideológica y de exaltación del líder.
De allí la multiplicación de los ojitos totalitarios y la proliferación de deslucidos murales que arruinan el paisaje visual de nuestras ciudades y pueblos.
El exordio viene a colación para explicarnos cómo y por qué, a estas alturas del juego, y superadas las maniqueas pamplinas del realismo socialista y de la doctrina Zhdánov, un comisario político a cargo del área cultural, Freddy Ñáñez, y su antecesor, Reinaldo Iturriza, suscriben un documento de deplorable tenor, sometido a consideración de la Asamblea Nacional, en el cual enfatizan que "el principal objetivo del Ministerio de Cultura en 2015 fue la ideologización: los programas, proyectos y acciones del despacho estuvieron orientados por el Plan de la Patria, el Segundo Plan Socialista de Desarrollo Económico y Social de la Nación 2013-2019".
Bien, a confesión de partes, las pruebas son irrelevantes. Quizá los diputados no le presten mayor atención al asunto, tal vez consideren que hay cuestiones más acuciantes; sin embargo, desde esta tribuna, es imposible dejar pasar ese strike que ilustra con diáfana exactitud cuáles son los propósitos del régimen en relación con el modelo que busca, de espaldas al pueblo, implantar en el país.
No se trata solo de un simple inventario de actividades para justificar el consumo presupuestario, sino de un memorial de intenciones que nada tienen que ver con el arte en sí, sino con su reducción a instrumento proselitista, a través de la difusión de dogmas, consignas y banderas representadas en piezas insufribles que hacen de la plástica, el teatro, el cine, la música o la literatura no actividades para el enriquecimiento intelectual del individuo, sino cursis y tediosas manifestaciones de lo que alguien llamó farruquización de la cultura.
Vale anotar que, a pesar de las buenas intenciones, hoy no existe una contraoferta accesible: no hay libros, las películas llegan con cuentagotas,
la ciudad se privó de sus festivales de cine y teatro, en fin, para acceder a la poca que hay, se deben pagar sumas prohibitivas. No importa: la patria es gratis, pero todo niño paga su entrada.
Fuente: El Nacional
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