La información ha circulado profusamente en las redes sociales, sin que el gobierno se haya tomado la molestia de desmentirla: en algunos lugares del país, como Los Teques y San Cristóbal, las fuerzas de seguridad impidieron la quema de Judas. En un gesto inusual sucedido durante el Domingo de Pascua, policías y guardias arremetieron contra la gente del pueblo que convertía en cenizas la efigie del Iscariote de su preferencia.
La Quema de Judas es una festividad popular que forma parte de una antigua tradición, de un regocijo de las clases humildes que ha destacado a través del tiempo por su ingenio y por las reuniones de solidaridad que ha permitido desde antiguo. En los pueblos, en las aldeas, en los caseríos esparcidos en todos los rincones y en las barriadas de las grandes ciudades se buscaba al poeta del lugar, al versificador de la esquina, para que compusiera rimas contra la figura indeseable de turno a la cual se vestía de Judas para luego quemarla en medio de la alegría de la Pascua.
La comunidad ubicaba su Judas contemporáneo, el funcionario injusto, la figura indeseable, la víctima de su efímera venganza, de su trivial justicia, y los quemaba de manera simbólica. Poco a poco desaparecieron las estrofas del vate popular, pero se mantuvo el jolgorio de las candelas ardiendo.
Era un desahogo permitido, la posibilidad de que se calmaran las molestias y los pesares en un acto incruento para que volviera la normalidad después de que el pueblo hiciera su ceremonia de venganza sin que la sangre llegara al río. Tal ha sido la función de la Quema de Judas, hasta ahora. Porque ya ni siquiera ese alivio se le permite a las clases populares, si juzgamos por la reacción de los vigilantes del orden público ante jolgorios como los nombrados al principio. Sacaron mangueras de agua, pero también armas de fuego y peinillas alevosas para impedir que se quemaran muñecos con la efigie de Nicolás Maduro.
Para el atropello de un acto arraigado en las costumbres de la sociedad dijeron que las tales quemas no eran otra cosa que una incitación al odio, un llamado a la violencia. Son todo lo contrario, justamente, son exactamente un desvío de la ira de la gente contra las autoridades o contra las personas con las que tienen cuentas pendientes, pero la nueva interpretación de la realidad ve o siente cosas que no habían visto o sentido las autoridades del pasado. Que una fiesta habitualmente inofensiva se convierta en una amenaza, según el parecer de los represores, dice mucho sobre la situación del país y sobre las intenciones de quienes lo deben proteger.
Debe ser pavorosa de veras la crisis que se vive, o las intenciones que los represores ven en la gente del pueblo, cuando impiden que Nicolás Iscariote se convierta en cenizas de mentirijillas. ¿Será que huelen que ya no hay tales mentirijillas? En una comarca de la cual se escapan los diablitos y en cuyo seno un alcalde reparte botellas de agua bendita distinguidas con su efigie, cualquier cosa puede suceder.
Fuente: El Nacional
No hay comentarios:
Publicar un comentario