Quienes confiscaron la administración pública no se dan cuenta de que cuando intentan hacer una gracia no les sale más que una grotesca morisqueta. Estimulados acaso por el jefecillo que quiso ponerse las botas del comandante y no le sirvieron ni las alpargatas, funcionarios de toda laya payasean de mil maneras para distraer la atención pública de los problemas que deben, pero no pueden ni quieren, resolver.
Y esto no es nuevo. De las pamplinas fritas del monje Giordani a las lumpias insultantes contra Chávez lanzadas tiempo atrás por Aristóbulo, el catálogo de sandungas rojillas es, por decir lo menos, asombroso.
Ahora le ha tocado turno a Luis Motta Domínguez, ministro para la energía eléctrica –“¡Camaradas! Hoy llovió fuerte y sostenido sobre el embalse del Guri… ¡Gloria a Dios, VENCEREMOS!”– quien no haya qué plegarias rezar, a cuáles santos encomendarse y en qué altar ofrecer sacrificios a los dioses de la lluvia –que son unos cuantos– para que hagan caer sus lágrimas sobre el Caroní, el caudaloso pero de momento menguado río, en cuya confluencia con el Orinoco por ironías de la naturaleza hay un salto y un parque llamado La Llovizna, a ver si salimos, por ahora, de esta madurista sequía y la concomitante amenaza de una oscurana eterna.
Implorando a divinidades fluviales y deidades lacustres, el mayor general eléctrico posa y se hace fotografiar bogando, nadando, saltando y chapoteando en el agua como un chiquillo en el barro para, de inmediato, twittear perogrulladas y repetir lo que viene diciendo desde que descubrió que no tenía nada que decir.
Sin embargo, dista mucho de agotar su repertorio de insólitos recursos. Aún le quedan por explorar los diversos rituales que, desde el origen de los tiempos, el hombre oficia para que el cielo le bendiga con sus abundantes gotas.
Podría imitar al hechicero y gran líder espiritual de la reserva Rosebud Sioux, de Dakota del Sur, Leonard Crow Dog –conocido gracias a sus esporádicas apariciones en el cine y su defensa de los derechos de los indígenas estadounidenses– que, en el año 1988, se trasladó al norte del estado de Ohio para participar en las danzas de la lluvia practicadas por tribus iroquesas.
No se vería mal el cacique Motta Sentado con su máscara de crines y tiras color turquesa, emplumado y pintarrajeado de amarillo, azul y rojo, tal vez blandiendo un hacha o el mazo de Diosdedo, o mejor, haciendo sonar un tamborín mientras salmodia un ¡Qué llueva! ¡Qué llueva! ¡Que Hugo está en la cueva!
Y sin perder el ritmo y la compostura, adelantar el pie izquierdo, debidamente calzado de genuino mocasín apache, y levantar el derecho –con la misma calzadura, claro– y repetir los movimientos para trazar un cuadrado y no un círculo, mientras gira el cuerpo imitando al viento –un ciclón, un tornado– y si lo hace bien caerá un torrencial aguacero sobre su cabeza y las de sus conciudadanos, con tal virulencia que no le quedará otra que invocar a San Isidro Labrador para que quite el agua y ponga el sol.
Fuente: El Nacional
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