Cuando leí la historia de Józef Charpak pude imaginar el potencial destructivo de mi propia perversión. El insigne polaco, obligado por la burocracia de su país en tiempos de la Cortina de Hierro, a llenar mil veces la forma usual para solicitar un pasaporte, murió infartado frente a la taquilla del ministerio respectivo. Ya casi terminaba la sutil imposición, pero su mirada se congeló en la forma 998. Sólo dos formatos adicionales y habría podido pasar al siguiente nivel: tres mil planillas explicativas de las motivaciones de su solicitud.
Tras aquella lectura comenzó mi proceso de introspección. Deseaba comprender mis propios impulsos, cierta inclinación a favor del sufrimiento y el dolor, pero sobre todo, un anhelo incontrolable por compartir aquellas fervorosas sensaciones. Descubrí mis inclinaciones masoquistas cuando por error, calcé un par de zapatos con dos tallas por debajo de lo correspondiente al tamaño de mis pies. El placer que experimenté al quitármelos tras varias horas caminando constreñido, sólo se podía comparar con el furor que me producía mi correa llevada al límite, a pesar de haber ingerido fuertes dosis de comida con varios litros de cerveza. En lo sucesivo, decidí reducir tallas en otras prendas de vestir: franelas, pantalones, camisas, medias y ropa interior.
Mención especial merece el caso de los calzoncillos. Decidí reforzar la presión testicular con bandas de goma que actuaban como implacables sujetadores. De esta manera se creaba una tensión insoportable para cualquier mortal, pero que yo disfrutaba en mis rutinas diarias de trabajo. Para mis compañeros en la oficina, resultaba inexplicable la placidez que yo lograba demostrar, a pesar de las tensiones naturales de nuestro medio laboral.
Sabía a qué me enfrentaría, conociendo la notable resistencia frente a la burocracia desplegada por Józef Charpak. Además, con mis condiciones naturales ya descritas, me inicié en la administración pública bolivariana. Desde allí reconocí las enormes posibilidades a la mano, pero sobre todo, el mayor entusiasmo me lo producía el hecho de poder compartir estos placeres con el prójimo. Dejaría de ser un egoísta ensimismado en mis propios deleites, negándole a otros los dulces placeres del dolor y los padecimientos burocráticos.
No hubo entrevistas ni pruebas psicotécnicas. Mis conexiones en el partido funcionaron plenamente. De esa manera fui colocado en un cargo de dirección del Ministerio de Infraestructura. Desde allí me ocupé de la única industria próspera existente en el país: La industria de los Reductores de Velocidad, mal llamados Policías Acostados. Muchos vieron el éxito de esta industria solamente por sus efectos generadores de empleo, pues permitieron las ventas de papitas, tostones, cafecitos y el contacto cara a cara de los turistas con el pueblo. Los críticos que nunca faltan, mencionaron la majadería de la inseguridad. Argumentaban que los reductores propiciaban los atracos a los conductores e incrementaban el robo de vehículos. Mi dirección en cambio, tenía un enfoque revolucionario.
Mi intención plenamente justificada, era procurar convertir cualquier recorrido por la geografía patria, en un viacrucis extenuante y agotador. Me resultaba simplemente fascinante imaginar, los efectos lumbares, el cansancio lindante con el dolor experimentado por los transportistas, particulares y turistas, colocados ante ciclos interminables de aceleración y frenado. Un auténtico coito interruptus que terminaba por desquiciar a los débiles de carácter. El indudable éxito de mi iniciativa se pudo verificar con nuestros estudios de casos. Con métodos estadísticos se pudo determinar la existencia de un elevado porcentaje de acompañantes de conductores, quienes decidían emplear el tiempo ocioso contando la cantidad de reductores encontrados, el número de frenazos, los sobresaltos del vehículo, amortiguadores averiados y el desgaste de los frenos. Temas que suscitaban acaloradas discusiones, alteraciones del carácter y hasta reyertas dentro del automóvil.
Debido al éxito alcanzado con los Policías Acostados, recibí un ascenso. Lo cual se tradujo en mi traslado al Ministerio de la Vivienda. Allí trabajé en la Dirección General de Sufrimiento Urbano, instancia que tenía como meta introducir otra ciudad dentro de la ciudad capital. Un espacio de por si colapsado, debía producir ahora, el doble del sufrimiento ya producido. De esta etapa en mi desarrollo profesional, surgieron loables iniciativas como la construcción de viviendas multifamiliares con paredes exteriores de cartón piedra y el manejo simultáneo de aguas blancas y residuales con las mismas tuberías. Ello permitió abaratar los costos de construcción como nunca antes se había logrado. Del sufrimiento impulsado dan cuenta el incremento de las consultas médicas y el resurgimiento de enfermedades antes desterradas.
La idea de edificios inteligentes también fue aprovechada. Y ello se reflejó en la reducción del consumo de electricidad. Las residencias fueron dotadas con el sistema “cargue su tobo, sea inteligente”, método que permitió a los más sensatos y con sobre peso, reducir triglicéridos, endurecer glúteos y piernas, cargando el agua a través de las escaleras. Desde la dirección a mi cargo, desarrollamos una campaña contra el vehículo por ser un odioso símbolo de consumismo capitalista. Por ello dimos impulso a la vivienda sin estacionamiento. Esto tuvo para mi un placer especial, un goce casi erotizante: podía imaginar a los dueños de vehículos, en riña por los escasos espacios, guiando sin poder parar, o aparcando lejos, en calles remotas a merced de los ladrones quienes se ocuparían del desmantelamiento de los automóviles ante la rabia e impotencia de sus propietarios. ¡Un verdadero deleite!
En cambio, favorecimos a los más débiles: los motorizados. Estos fueron estimulados con el programa “estaciona tu moto en el techo”. Lo cual permitió que los conductores de motocicletas utilizaran los ascensores (cuando funcionaban) y escaleras en los edificios para llevar sus vehículos hasta la azotea o hasta su apartamento, según preferencia. Resultaba un verdadero espectáculo observar a los chicos de las motos, salir desde los ascensores haciendo de acróbatas en una sola rueda, ante el asombro de los presentes, sobre todo, de quienes esperaban su turno en la planta baja.
Las creativas iniciativas desplegadas en la Dirección General de Sufrimiento Urbano, pronto llegaron a oídos de mis superiores jerárquicos quienes desde hacía algunos meses manejaban la genial idea de reunir la flor y nata de la perversión funcionarial en una sola entidad funcional. Fue así como surgió bajo tutoría antillana, hay que reconocer que son los mejores, la Comisión Nacional de Burócratas Torturadores (CONABUTO). Las experiencias adquiridas en esta oficina y los nuevos desarrollos en el control y la producción de sufrimiento mediante trámites administrativos, habrían de darle razón de ser a mi existencia.
Y es que el avance totalitario supone la necesidad de controlarlo todo mediante procedimientos, planillas, solicitudes, escritos especiales, rogatorios, petición de excepciones, etc. Entre tanto, la orden estatal es reducir al mínimo las opciones individuales. Con esta filosofía como base, se nos abrió un amplio espectro para el sufrimiento y humillación de los usuarios. En realidad, fue mi época de oro, y de ello dan cuenta algunos de los avances evidentes, los cuales alcanzaron categoría metodológica y científica. Bajo la atenta pupila antillana desarrollamos métodos científicos para el sufrimiento y humillación tales como:
El látigo burocrático, consistente en una serie de procedimientos interminables, estructurados en cascada y de modo creciente, encaminados al registro y salvaguarda de la propiedad privada de bienes inmuebles. La filosofía que animaba los procedimientos consistía en estimular la sensación de idiotez en los usuarios, quienes terminan humillados y auto flagelados por la culpa experimentada. Se pierden en unos procedimientos estúpidos que nunca terminan de realizar. En las taquillas se les podía ver, sudorosos y quejumbrosos, lanzándose improperios a sí mismos, al no poder registrar su propiedad, la cual quedaba expuesta a una posible confiscación.
El método de Arborización Burocrática, el cual consistente en un largo procedimiento central (el tronco del árbol), acompañado por infinidad de trámites paralelos (el follaje). Cuando el usuario está por llegar a la copa o cogollo final, la documentación obtenida previamente alcanza la fecha de vencimiento. Esto lo obligaba a comenzar de nuevo la gestión, al pié del árbol. La filosofía de este método consiste en procurar el surgimiento de raíces en las extremidades de los usuarios sembrados frente a las taquillas de las oficinas públicas. Se sospecha que un método parecido, causó la muerte de Józef Charpak.
El método del Recaudo Fantasma, surge con el auge de las tecnologías asociadas a la informática, de hecho, este método demuestra que la tecnología por sí misma no alivia las cargas burocráticas. Consiste en iniciar trámites vía web, con determinados pasos en prelación. Pero al momento de concretar en físico o en taquilla el sellado final, el funcionario se percata de que el usuario no incluyó un documento base inicial (el fantasma). Inútil será argumentar que dicho documento no es mencionado en “la página”, sin escapatoria posible, el funcionario le mostrará la Gaceta con la última resolución que ordena ese trámite o el uso del documento no previsto por el usuario.
El intenso proceso migratorio venezolano nos ha abierto insospechados métodos de sufrimiento y humillación colectiva. La tecnología informática que en algún momento se pensó como bálsamo vivificador y reductor del viacrucis administrativo, ha resultado un aliado seguro para el ejercicio de las perversiones psicopáticas. De esta manera podemos disfrutar con el sufrimiento de quienes aspiran a obtener el apostillado de sus credenciales, el añorado pasaporte para escapar de la pesadilla, los antecedentes penales, una solvencia empresarial, una licencia de importación, el registro de origen para vehículos, o la simple apertura de una cuenta de ahorros. Gracias a mis propuestas, ¡hemos logrado ponerle rostro de cangrejo a todo trámite! El desaliento, seguido de la desesperación impotente, se manifiesta en quienes intentan iniciar sus gestiones a través de páginas web que se abren caprichosamente. Los más perseverantes renuncian a sus horas de descanso nocturno, esperanzados en el menor tráfico de la red. Amanecen demolidos esperando frente a la pantalla del computador, cual cazadores furtivos en procura de capturar una oportunidad para iniciar sus gestiones.
Uno de los grandes logros de nuestra metodología administrativa es haber precisado los grandes nudos o cuellos de botella para los distintos procedimientos. Esto nos permite establecer con gran precisión los momentos de goce y disfrute. Pero además, podemos establecer el momento exacto en que el sufrimiento, la desesperación e impotencia de los usuarios los coloca como objetos de nuestros deseos. A partir de ese momento estarán preparados para la mordida. Es muy excitante escucharlos preguntar, con voz trémula y sibilante, como farol que languidece. Es el momento de la cocción perfecta:
— ¿Se puede habilitar?
_ Si, por supuesto…¡son 300 dólares americanos imperialistas, capitalistas yankees!
Y el sujeto domesticado, prisionero de su necesidad, exprime su voluntad y recursos para cubrir los costos exigidos. Es el éxtasis, el momento en que éste perverso psicópata, se recrea con su víctima convertida en objeto de placer. De este modo quedan expuestos los enormes espacios de tolerancia a la humillación, el sujeto-objeto, sumiso, obediente, resignado, dócil y manipulable a placer, ¡es nuestro gran logro! La víctima del trámite, finalmente paga con dinero y dignidad lo solicitado, luego experimentará una sensación de satisfacción y alivio tras las torturas sufridas. Lo cual me hace evocar los días iniciales de mi masoquismo ingenuo, cuando tras largas caminatas con mi calzado e interiores por debajo de la medida, me preparaba emocionado para la delicia que habría de experimentar al llegar a casa y despojarme de mi vestimenta.
Referencias
Imagen: Obra “Sin título” de Benjamin Shahn
Tomada de: Ideas en Libertad
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