Para el momento de escribir estas líneas, y de acuerdo con las informaciones oficiales, el llamado coronavirus ha cobrado varios centenares de víctimas, sobre todo en China pero también en otras partes, y se contabilizan en miles los infectados conocidos. Sin embargo, estas cifras están sujetas a un elevado nivel de escepticismo e incertidumbre.
Sencillamente, la actitud equívoca, ambigua y en ocasiones abiertamente represiva de las autoridades chinas, en particular durante las primeras semanas de expansión de la amenaza, no permiten confiar en las noticias que de ellas emanan.
Lo que una vez más está demostrando esta situación es que un país totalitario, y China lo es en grado sumo, opta siempre en primer lugar, y sin excepción, por ocultar la verdad, por suprimirla, y por perseguir y acallar a quienes se atreven a mencionarla, así se trate como ahora de la aparición y expansión de un virus mortal cuyo impacto podría resultar devastador, y no solo dentro de China sino a vasta e impredecible escala.
Según los datos disponibles, reportados por The New York Times, la actitud de las autoridades chinas durante las primeras siete semanas, desde la aparición de los primeros síntomas a partir de comienzos de diciembre de 2019, y el momento en que fue decretada en cuarentena la ciudad de Wuhan, ha estado caracterizada por la opacidad. Este es un rasgo permanente de los regímenes dictatoriales, que de manera sistemática dan prioridad a sus intereses políticos en lugar de, por ejemplo y en este caso, prevenir a tiempo a la gente para que afronten un serio peligro.
De hecho, existen testimonios que indican que las autoridades locales del Partido Comunista chino silenciaron a médicos y enfermeras, impidiéndoles transmitir las noticias acerca del virus, y además se esforzaron activamente para restar importancia a lo que estaba sucediendo. Si bien dichas autoridades clausuraron el mercado donde se cree que brotó el virus, a partir de animales contagiados que los transmitieron a seres humanos, los dirigentes chinos procedieron con desidia, sin expandir sus acciones con la necesaria rapidez.
Los expertos en este tipo de epidemias apuntan, con razón, que la salud pública descansa en la credibilidad de la gente para atender el llamado de las autoridades políticas y médicas, y responder con confianza a las medidas que se tomen. Pero el carácter por naturaleza opaco de las dictaduras, que en lo concerniente a China se acrecienta debido a la obsesión de control y los mecanismos totalitarios en que descansa el régimen, obstaculiza o impide por completo una relación transparente entre gobernantes y gobernados.
Es posible, de paso, que el instinto autoritario y el afán por el secreto de los jefes comunistas chinos se encuentre atravesando un momento bastante complicado, que ha aumentado sus sospechas e intensificado su tendencia a reprimir todo tipo de disidencia. Los eventos en Hong Kong y Taiwán en tiempos recientes, así como la línea dura de Washington en materia comercial, son el telón de fondo político de una crisis tal vez mucho mayor de la que podemos ahora imaginar, cuya gestación y avances iniciales fueron minimizados o escondidos de manera irresponsable por los jerarcas comunistas.
La reacción renuente, tardía y opaca de un régimen totalitario, cuando enfrenta el imperativo de la verdad, se ha puesto otra vez de manifiesto, y aún nos restan por experimentar a plenitud las consecuencias de semejante ceguera. La amenaza de una pandemia no es una mera fantasía, y el resto del mundo debe extraer lecciones de lo que estamos viviendo. Pareciera indispensable que otros países, provistos de los recursos para ello, desarrollen en su oportunidad nuevos y más poderosos instrumentos de alerta temprana, que suplan las carencias y contrarresten las mentiras de un totalitarismo tan terrible como lo fue en su momento el soviético. Sólo que el que hoy domina a China con mano de hierro, posee tecnologías de vigilancia y control sobre la gente mucho más eficaces y letales. Un virus totalitario
Tomada de: El Nacional
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