Si te asomas estará allí, viéndote con sus ojos de árbol, con su cinturón de carros, con sus accesorios en el lugar de siempre: antenas, deportistas, quebradas de agua. Todo expuesto al mismo sol de cada lunes. Como si el Ávila siguiera igual. Pero no, sabes que hoy la ciudad es otra.
Tu cotidianidad ha recibido un punto de inflexión que parece impalpable, que no genera alteración en las nubes, en su levedad o frecuencia. Pero es cuestión de afinar la mirada. Observar mejor a los ciudadanos. Las sonrisas. Ni siquiera podrás contarlas. Hay muchas. Aparecieron. Como si alguien hubiera conseguido el botín y lo hubiera repartido al hilo de la madrugada.
En cada fragmento del mapa, la mañana ocurrió igual pero distinta.
Nadie ha querido hacer mayores alardes, porque siguen siendo tiempos complejos. La alegría de millones debe convivir con el duelo de otros millones, que esta vez son muchos menos, pero son. Porque siguen existiendo las dos temperaturas en el país. Gente que dice que por fin hay una Navidad que celebrar. Gente que ha oscurecido repentinamente. Esta vez la mayoría es otra. O quizás la que tenía rato siendo. Pero se atrevió y apartó el miedo, como quien se quita de la espalda un bulto muy pesado. Y entonces habló el hartazgo, habló un cansancio monumental, un exceso de penurias que se convirtió en reprobación mayúscula a un sistema de gobierno y le dio vuelta a las agujas del reloj de la historia de Venezuela.
El 7 de diciembre amaneció de sonrisa.
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El día anterior, ese que ahora podemos catalogar -sin hipérboles- como el histórico 6 de diciembre del 2015, tuvo sus particularidades. El libreto se repetía como en elecciones anteriores. Pero hubo una notable variación en los metros finales de la noche. La ilegal orden de mantener los centros de votación abiertos, así estuvieran vacíos, no se cumplió a cabalidad. El vandalismo electoral no ocurrió. Los militares cumplieron su trabajo y la MUD supo cuidar milimétricamente cada voto a favor. En todo caso, la diferencia real la ejercieron toneladas de prosélitos de Chávez, vapuleados en su día a día por los estragos de la estafa política más grande de las últimas décadas. Lo entendieron: era absurdo seguir votando por un régimen que había arruinado, hasta el escándalo, al país con las mayores reservas de petróleo del mundo.
Esa noche, mientras se esperaba el anuncio oficial del CNE, un silencio espectral reinaba sobre el valle de Caracas. Desde mi apartamento poseo un punto de vista que abarca las montañas de Coche, los confines de Catia y los nutridos cerros de Petare. Todo eso era silencio. Un silencio compacto, expectante. Como si la ciudad entera estuviera aguantando la respiración. Por primera vez no explotaba el cielo con los cohetones prematuros y arrogantes de la revolución. Desde las 7 de la noche ya los venezolanos manejábamos las cifras de la victoria de la MUD, pero nadie se atrevía a celebrar. Eldeja vú era muy fuerte. Escenarios similares habían desembocado en un sorpresivo triunfo del régimen. La frustración era el menú habitual. Por mi parte, hasta no ver al Factor Tibisay leyendo los resultados oficiales no me permitiría ni un solo gesto de celebración. Tocaría trasnocharse, deshojar la angustia, hacer del estrés un deporte extremo. Bien lo diría Alberto Barrera Tsyzka en un tuit: “Tibisay Lucena debe ser enjuiciada por malversación del tiempo de todos los venezolanos”.
Finalmente ocurrió. Lucena, con un enredo de consonantes, no tuvo más remedio que anunciar el triunfo de la oposición. En casa, un pequeño grupo de amigos lanzamos un grito que mezclaba felicidad y extrañeza en partes iguales. Mi mujer no atinaba a reaccionar, no le daba permiso a la música que traía la noticia. A fin de cuentas, pertenecíamos a una tribu acostumbrada a la derrota. Derrota natural, amañada o fabricada. Un “como sea” ya convertido en tradición. En la euforia les dije a mis hijos: “Les vamos a recuperar el país que ni siquiera han podido vivir”. A esa hora, y con tamaña noticia, me di el permiso de la grandilocuencia.
Afuera, el valle de Caracas lanzaba cohetones al cielo. Y bulla. Y gritos. Pero la pirotecnia fue modesta. No había presupuesto para tanta alegría.
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Los días siguientes han sido inéditos. Cada saludo en la calle contiene casi el mismo parlamento. La gente se felicita mutuamente. La alegría se nos había vuelto un exotismo, un artículo foráneo, un asuntovintage. Por eso nos ha costado tanto verla directamente a los ojos. Es como si desconfiáramos, como si esperáramos una vuelta de tuerca de última hora. Algo que nos devolviera al pozo de la resignación.
Y eso pretenden los jerarcas del régimen, arrebujados de ira en su propio desconcierto.
Cuidado.
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Una amiga, con planes de irse del país, me comenta que la sorpresa fue tal que le dijo a su pareja: “Pero esto no cambia nada, ¿verdad? No es que mañana Farmatodo va a estar llena de antipiréticos ni que los malandros van a salir corriendo a inscribirse en la universidad”.
Un viejo conocido me escribe desde Miami: “Muchos de los jóvenes que se vinieron y pidieron asilo ahora están arrepentidos. Quieren volver”.
La alegría flota, a pesar de los lunares del escepticismo.
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Un amigo que trabaja en un ente gubernamental me relata cómo transcurrió allí el día siguiente. Un teatro de máscaras: “Los mejores actores de Venezuela están en las instituciones públicas. La gente fingía un duelo por lo sucedido (“¡qué cagada!”) y por dentro cantaban: ¡Abajo, a la izquierda, en la esquina, la de la manito!”.
Pero un gerente, genuinamente dolido, comentó: “Esto fue horrible. ¿Vieron cómo está la ciudad? Fue como cuando murió el comandante Chávez”. Silencio a su alrededor. La comparación los descolocó.
Cada quien ve lo que quiere ver.
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Una de las celebraciones por el triunfo de la oposición ocurrió en la Plaza Bolívar de Chacao, dos días después. Convocado por el animoso equipo de Cultura Chacao (Albe, Xariell, Mafe) repliqué ante la multitud que atestaba la plaza “Un lento y feroz comienzo”, la crónica que escribí un mes antes, donde planteaba lo laborioso que sería el arranque del nuevo país. El gran Andy Durán y su orquesta tuvieron la misión de llenar cada rincón con las legendarias canciones del maestro Billo Frómeta. Fue una verdadera fiesta popular. Una noche conmovedora donde mujeres de 80 años, parejas de 50 y 40, jóvenes de 20, bailaban al compás de cada acorde, donde se exclamó feliz navidad y la gente se abrazaba, con una sonrisa guardada desde hace casi dos décadas, una sonrisa que era más bien un estreno de año nuevo, y todos coreaban los entrañables mosaicos de la Billo´s Caracas Boys, sin punzadas, sin miradas opacas, y entonces, en pleno pasodoble, en pleno Memo Morales al micrófono, cuando todo sonaba a país de antes, o de siempre, a bastión recuperado, rompí a llorar por segunda vez en tres días y me lancé al cuello de mi mujer, incontenible, con un quiebre de cansancio feliz, de valió la pena, de por fin, de todo comienza de nuevo, y alrededor todo el mundo cantaba, bailaba, todo acontecía como nunca.
La esperanza y las canciones de Billo en una misma plaza. Vaya sobredosis. Y el recuerdo del verso de Antonia Palacios: “Una plaza ocupando un espacio desconcertante”.
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El país, hoy, se balancea entre el estupor de la victoria de millones y la perplejidad de la derrota de otros. Antes nuestro refugio era una esperanza roída, mendicante, famélica. Ahora se trata del extraño licor del triunfo. ¿Estamos preparados para beberlo? Nos toca estrenar otras interrogantes. Ensayar el futuro.
El país insano en el que vamos desbrozando la vida ha hecho un gesto crucial hacia la luz. Se nos ha llenado el idioma de palabras que ya no recordábamos cómo sonaban.
En los pasillos del poder acontece, en cambio, el peor de los despechos. Algunos azotan su duelo con furia, otros con reclamos justos, críticos. Nicolás Maduro ha convertido el pésame en metralla. Habla como la víctima de un golpe de Estado. Grita rebelión y calle. Diosdado Cabello instaura un Parlamento Comunal para trabar la labor del próximo parlamento. Tarek el Aissami amenaza con boicotear la instalación de la nueva Asamblea Nacional. En Zurda Konducta, el bilioso programa de VTV, “Cabeza´e mango” es enviado a Petare, micrófono en mano, a interpelar a los ¿desprevenidos? peatones: “Si el cambio llegó, ¿cómo es posible que aún haya basura, huecos e inseguridad?” Buscan atizar a la masa. En una acrobacia rabiosa tratan de endosarle la culpa del caos, no solo a la falsa guerra económica, sino a la nueva Asamblea que ni siquiera ha estrenado funciones.
El despecho como radicalismo de Estado. La cólera en acción. Preocupante. Muy preocupante. La furia de la derrota puede acabar con lo poco que queda sano en el país.
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Antes estábamos tristes y preocupados. Ahora, sí, andamos felices. Y preocupados.
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La oposición se había convertido en una melancolía bastarda. Ya no. Ya es destino también. Opción. Alternativa.
Lo que ha ocurrido no es otra cosa que una invitación a vivir. A reestrenar el país. Tengamos la inteligencia de hacerlo con las luces de la concordia y la reconciliación.
Que nada suene a revancha. Que todo lo que estrene nuestro 2016 sea sensatez. Que haya norte y brújula. Que enero sea un inicio de aire limpio y futuro. Así queremos los venezolanos la vida. Así lo pronunció una descomunal mayoría el 6 de diciembre. Que la política adquiera compostura. Que cese la confrontación. Que se impongan la cordura y la prudencia. Que busquemos entre todos la sabiduría para entendernos y salir de la ruina. Es el pedimento del país entero. Una cotidianidad sin estridencias. Sin sobresaltos. Que los mejores economistas propongan el rumbo. Que la justicia imponga su reino. Que los diputados legislen con lucidez. Que culmine el saqueo. Que la violencia sea la primera derrotada. Que seamos otra vez normales.
¿Sería mucho pedir?
¿No se merece Venezuela algo que se parezca a una feliz navidad?
Pues sí. Toca una feliz navidad. Nos hemos ganado ese derecho de una manera irreversible.
Leonardo Padrón
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