Giacomo Leopardi
¿Quién dijo miedo? El gobierno. Dijo ¡Buu! Asústate. Si no votas por mí llegará el apocalipsis, el diluvio, la sangre. Ajá. Y esto en lo que hoy chapoteamos, ¿qué es? ¿El mar de la felicidad, versión Venezuela? ¿O uno de los círculos del infierno de la Divina Comedia de Dante? El régimen, ante la estampida de sus seguidores, los amenaza con el advenimiento del caos. Vota por nuestros diputados o el destino será tenebroso.
Como si no fuéramos ya inquilinos de la oscuridad.
“¿Qué sería del poder sin el miedo? Sin el miedo que el propio poder genera para perpetuarse”. Esta frase es nada menos que del mismísimo Eduardo Galeano, alguien que solía mostrar su entusiasmo con el proyecto de Hugo Chávez. Vaya paradoja. Ahora sus palabras sirven para describir al calco la estrategia que el comandante, no tan eterno, y ahora su errático heredero han implementado para preservar las mieles del poder.
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El ambiente es de zozobra químicamente pura. La cercanía de las elecciones parlamentarias ha llevado las expectativas al límite. Estamos en el punto de ebullición. Es la imagen del agua asomando sus primeras burbujas en la olla. Andamos con una sensación de noveno inning con las gradas ardiendo, de juego de fútbol acercándose al minuto 90, de película próxima a los créditos finales, de equilibrista trastabillando en la cuerda floja. Esto ya no da para más, es la opinión general. Nos encontramos en el sótano 5 de la crisis y muchos aseguran que ya no quedan más pisos hacia el fondo de la tierra. Pero seamos justos, es una sensación en la que tenemos meses (¿años?) viviendo. Y no hay cuerpo -ni país- que aguante tanta tensión.
El fracaso de la gestión presidencial es ensordecedor. Hay alboroto en los pasillos del partido de gobierno. Hay disidentes tronando en voz alta. Y Maduro solo opta, cual guapetón de barrio, por amenazar. Grita. Farfulla. Se pone estentóreo. Está apelando a la última carta posible: el miedo.
Entonces anuncia que el país entrará en clima de guerra si la revolución pierde, que la tragedia se abatirá sobre todos, que las avenidas se llenarán con el tronar de los “caballos de hierro”, que él mismo se lanzará a la calle. Ante tal retórica, sin duda, hay gente que se espanta, se repliega. Es una vieja fórmula: la amenaza como herramienta de control social.
Czeslaw Milosz decía que el miedo era el principal habitante de Europa en el siglo XX. Los estados totalitarios hacen uso frecuente del miedo para sojuzgar a las masas. Y ante la ruina monumental que hoy somos, no le queda otra opción al régimen. Si a eso le sumamos el triunfo de la oposición que anuncian las encuestas y el hervor de la crisis económica, es natural que el país entero se pregunte- con extrema inquietud- qué va a pasar en diciembre.
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Me encuentro a un amigo en un cóctel. Me comenta que hace poco fue secuestrado cuando regresaba a su casa. Lo lanzaron a la parte posterior de su camioneta. El corazón se le convirtió en miedo. Rogaba que no lo mataran. Los criminales negociaban el monto del rescate con sus familiares. Estaban como apurados. Entonces le comentaron: “Chamo, es que ahorita estamos chambeando full porque no sabemos lo que va a pasar en diciembre”.
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En una conversación vecinal con el director de Polibaruta, este asomó un dato que fue sintomático de la zona de oscuridad a donde hemos llegado. Decía que a la hora de analizar los delitos se llegaba a la conclusión de que gente que antes no delinquía, ahora lo hace. Al oír eso me arrasó la tristeza.
Hay venezolanos que han comenzado a delinquir para sobrevivir a la penuria económica. Hombres que se inician arrebatando un celular a cualquiera en la calle, para luego venderlo por una cantidad de dinero que resolverá la compra de útiles y uniformes de sus hijos y el mercado de los próximos días. Habrá calmado su vergüenza ante la posibilidad de no cumplir con su rol de proveedor del hogar. La conciencia, pues, la esconderá en la última gaveta. Avalado por la impunidad, reincidirá una y otra vez. Escalará niveles en el calibre de los delitos. Obtendrá dinero de manera tan fácil que se asombrará. Sentirá que sus dificultades se comienzan a resolver. Se tornará insaciable. Lo convencerán que con un arma es más seguro. Quizás un día, ante una imprevista resistencia o ante su propio miedo, disparará el arma. Habrá nacido un asesino. ¿Cuántas veces al día está ocurriendo este fenómeno en las calles de Venezuela?
Al hombre nuevo se le han llenado las manos de sangre. Y eso, a cualquier sociedad, le da miedo.
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Tengo una reunión pactada en el café de un centro comercial. Llego temprano. El interior del local está abarrotado. Me toca sentarme en las mesas que colindan con la calle. Están separadas de la calzada apenas por una baranda. Me siento expuesto, vulnerable. Siento, en una palabra, miedo. Miedo de que pueda asomarse un delincuente por la baranda y atracar a los que allí estamos. Al instante, surge un hombre de roído aspecto, tiene las manchas del asfalto en la cara, su ropa es un andrajo total. Observa a los clientes y, en un tris, alza el pestillo de la baranda y entra al local. “Listo, me atracaron”, pensé. Pero al soplo entendí que era un zombi de la pobreza extrema, un indigente. Me pidió dinero para comer. En su boca apenas pendía un diente negro que amenazaba con caer al vacío en cualquier momento. Le dije la verdad: “No tengo sencillo, amigo”. Su respuesta no tuvo desperdicio. Con gesto rápido sacó del bolsillo posterior del pantalón su cartera y me dijo: “Tranquilo, yo te cambio. ¿Cuánto tienes ahí?”.
A veces el miedo puede transformarse en carcajada.
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¿Recuerdan cuando antes todas las noticias de la crónica roja cabían en la última página del periódico? Hoy, en cambio, hay más delitos que papel periódico, lo cual de por sí es un delito. Pero el hecho es que ni las redes sociales se dan abasto. Nuestra violencia es un desagüe sin pausa.
Un miércoles de octubre la prensa anunciaba un crimen, tan trágico como rutinario: “Mataron a un comerciante y secuestraron a su hermana”. La reseña dejaba la sensación de que la fatalidad se había ensañado con la familia Eiriz Vega. No sólo acuchillaron al dueño de la casa, no sólo desvalijaron la casa y se llevaron el carro, sino que además se llevaron secuestrada a la hermana de la víctima. La nota de la periodista Angélica Lugo en El Nacional resaltaba un dato perturbador: “hasta el cierre de esta edición la mujer de 21 años permanecía secuestrada”. Me quedé largo rato reflexionando sobre el dolor de esa familia. A cualquiera le podría pasar algo así. El miedo revoloteó alrededor como un pájaro sombrío.
Sorpresa. Dos días después el evento vuelve a ser noticia con una vuelta de tuerca inesperada. La joven plagiada era cómplice en el homicidio de su hermano. Fingió su secuestro. Era amiga de los tres delincuentes. La atraparon en un hotel del centro de Caracas vendiendo el carro hurtado. ¿Qué hace que una mujer sea capaz de asaltar su propia casa y matar a su hermano?
Lo que da miedo es la dimensión amoral que hoy gravita sobre los venezolanos.
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A propósito de las arengas presidenciales donde se derraman tantas palabras sobre la paz, una línea de Gonçalo Tavares: "Una sola bala pesa más en la existencia individual que un discurso de diez mil palabras".
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El miedo a vivir en Venezuela. El miedo a tanta incertidumbre. El miedo del Fiscal Nieves a ser un preso como la jueza Afiuni. El miedo a la noche. El miedo a disentir. El miedo a ser despedido de un ministerio por tener una foto de una marcha opositora. El miedo a perder el dinero de las misiones, ese que te exige gritar “viva la revolución”. El miedo a los colectivos armados. La obediencia como efecto del miedo.
El miedo del régimen a perder su reino. Al hartazgo convertido en voto castigo. A su precaria existencia sin Chávez.
En esta campaña electoral, la única oferta electoral del gobierno es el miedo. Dicen ¡Buu! “Si no estoy yo en el poder, viene la penuria”, remachan. Por tradición, sólo amenaza el que se siente perdedor. Igual que la estrategia del kirchnerismo en las elecciones argentinas. Es lo que requiere el Estado para controlarnos. “El miedo manda”, decía Galeano.
Pero hay que olfatear la calle. Encuestar la rabia, la humillación, el cansancio. Hoy pareciera imponerse un solo miedo: el miedo a que este desastre se prolongue. Ya la gran mayoría no cree en las amenazas de siempre. Entonces, ha llegado la hora de decir, retadora y libremente: ¿Quién dijo miedo?
Ya hoy no se trata de tener miedo, sino de quitarlos del medio. Con la legítima herramienta del voto. Por una sencilla razón: tienen 17 años estorbando el derecho de un país entero a ser normal.
Y es el momento. ¿Quién dijo miedo?
Cort. El Nacional
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