Pitágoras fue mucho más allá: se dio cuenta de que una demostración acertada es irrefutable y encontró en ello el vértigo y el consuelo de un absoluto indiscutible en un mundo de valores relativos.
Un matemático, al igual que un pintor o un poeta es un constructor de patrones, un creador de formas. Así como un pintor concreta sus ideas en colores e imágenes y un poeta las materializa en palabras, el matemático plasma ideas hermosas en números. Hace 2500 años Pitágoras planteó su teorema sin más justificativo que la alegría de comprender las verdades profundas que se esconden en el mundo abstracto de los números.
Cuando por primera vez enfrentamos el famoso teorema que lleva su nombre-en un triángulo rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los dos catetos-, nadie nos dijo que no sólo estábamos ante una historia apasionante sino ante una demostración absoluta llevada a cabo por uno de los sabios más raros y geniales de nuestra cultura para quien, entre otras cosas, los números aran entidades sensibles a cuyo cargo estaba la total explicación del universo.
Nadie nos dijo, en todo caso, que el estudio de la matemática se parecía demasiado a una aventura homérica, a una novela poética y hasta un thriller, donde siempre hay un asesino oculto que escapa a nuestra pesquisa. Sin embargo, así es, y basta con leer la trágica vida de Pitágoras para sospechar que en el colegio secundario nos escamotearon, lo mejor de la historia.
Pitágoras vivió en el siglo VI antes de Cristo, viajó como Ulises durante veinte años, amo a una bella y joven princesa-la hija en realidad de Milos, su protector y mecenas-, creo la escuela Pitagórica, una asociación religiosa y política, además de filosófica que se fue transformando en hermandad secreta, que luego acabó teniendo un carácter político provocando enfrentamientos, persecución y por fin su práctica ruina con el exilio de Pitágoras y cierto grado de dispersión. Es probable que Pitágoras se viese obligado por estos movimientos insurreccionales, a dejar Crotona para irse a Metaponto. Lo curioso de su peripecia es que el largo viaje por el mundo conocido le reveló la clave de su fortuna científica; por todas partes, los hombres utilizaban los números con fines exclusivamente prácticos, ignorando, de ese modo, la relación íntima y compleja existente entre ellos. Pitágoras fue mucho más allá: se dio cuenta de que una demostración acertada es irrefutable y encontró en ello el vértigo y el consuelo de un absoluto indiscutible en un mundo de valores relativos.
Durante mis estudios en la escuela de Física y Matemáticas de la UCV, un profesor de matemáticas me habló del teorema de Fermat. No diré de qué se trata porque estas líneas no alcanzarían para exponer su desarrollo; bástenos con saber que si la matemática se enseñara como una novela de intriga pocos alumnos fracasarían en sus exámenes. Sin embargo, les invito a leer un libro, cuyo título es: El último teorema de Fermat, de Simón Singh. En ese libro se cuenta la historia de un teorema “maldito” o endiablado, sencillamente porque su demostración fue hasta ahora imposible. Lo bueno de la historia es que se trata de una variante del teorema de Pitágoras imaginada por Pierre de Fermat alrededor de 1630- demostrado en 1995-, y cuyo enigma, planteado “malignamente” por el matemático francés tuvo en jaque a la comunidad científica en los últimos trescientos años.
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