En los últimos 20 años los venezolanos hemos estado ayunos de finales felices. Ha habido episodios cuyo final nos ha dejado una enorme desazón como sociedad. Siempre simpatizando con el más débil, confiamos en que la justicia triunfaría como en las películas de Hollywood.
No importaba que en episodios precedentes el lado oscuro batuqueara a las fuerzas del bien, la seguridad de que en el último minuto llegaría la caballería salvadora, nos mantenía con expectativa de un final feliz. Pero hace rato que los finales son otros.
Primero fue con el caso de los cinco policías metropolitanos, acusados de asesinar a 2 de las 19 personas que cayeron por balas disparadas aquél fatídico 11 de abril de 2002. Tuvimos la esperanza de su liberación por la sencilla razón de que después de 7 años de juicio, 230 audiencias, 265 experticias, 5700 fotografías, más de 20 videos, 198 testigos y 48 expertos, los fiscales del gobierno no pudieron probar su participación en los hechos que se les imputaban. Fueron condenados y enterrados vivos en la cárcel. Un final infeliz.
Un año después un Tribunal ordenó desalojar a familias enteras de las viviendas ubicadas en la urbanización Los Semerucos en Paraguaná, estado Falcón. Estaban asignadas a los trabajadores de PDVSA que fueron despedidos por el árbitro de futbol de Miraflores. Teníamos la esperanza de que un tribunal de alzada apegado a la ley les devolviera las viviendas, mientras se decidiera la apelación interpuesta por los botados. Hicieron caso omiso a esta apelación y ratificaron el desalojo. Otro desconcertante final.
En el año 2005 Franklin Brito fue objeto de expropiación de sus tierras de manera arbitraria. Apeló a los organismos correspondientes. No le pararon bolas. La indignación y la impotencia lo llevaron a una huelga de hambre de 4 meses. Fue objeto de burlas. Nunca olvidaremos aquella expresión “Brito huele a formol”, mal chiste macabro expresado por un alto funcionario. Abrigamos la esperanza de que no se atreverían a dejarlo morir, pero lo hicieron. Un final triste.
Lo de la Juez María Lourdes Afiuni fue otro caso donde la caballería salvadora nunca llegó. Afiuni liberó a un empresario, cumpliendo todos los extremos de ley. Esto no gustó al poder. Fue acusada y condenada desde una cadena de radio y televisión, por el juez supremo de la revolución. Corría el año 2009. Fue destituida de su cargo, encarcelada, humillada, calumniada. Se le imputó el delito de “corrupción espiritual” (¿¿??). Asumimos que ante la falta de pruebas, se debía proceder a su liberación. Nos equivocamos. Final injusto.
En el año 2014, cuando la testigo “estrella” del gobierno contra Leopoldo López aseveró en el tribunal de juicio “No hay nada que demuestre su culpabilidad”, todos dijimos “se acabó el pan de piquito”, hasta aquí llegó ese juicio. La experta en lingüística literalmente les tiró la cabra pal’ monte, dijimos. En la calle lo que se oía es que “fue un golpe al hígado a las pretensiones de encarcelar gratuitamente a este dirigente”. Qué ingenuos nosotros, sin la “prueba madre” se atrevieron a meterle 13 años y 9 meses de cárcel. Final inesperado.
Hace unas semanas una Juez encarceló en Lara a un joven con Síndrome de Down. Su delito, cacerolear por la falta de agua. Luís Pérez tiene 27 años, pero por su condición podría equipararse a un niño de 9 años. La juez lo liberó, cuestión razonable, sin embargo a las pocas horas lo apresó nuevamente porque según mencionan las reseñas periodísticas “la llamaron de arriba”. En este caso se atrevió a apresarlo echando por tierra todos los pronósticos. Final sorpresivo.
Van 20 años y todavía quedamos los que apostamos por la racionalidad, la sindéresis, el sentido común y la justicia. Somos los que siempre soñamos un final feliz. Ah! Por cierto, esto no es un signo de ingenuidad o candidez, es una señal de que todavía no somos como ellos.
Tomada de: TalCualDigital
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