Laureano Márquez/TalCual
En el estado de Nueva York, a mitad de camino entre Manhattan y el Canadá, se encuentra un pequeño pueblo llamado Ithaca, que debe su nombre a la famosa isla griega de Ulises, cuyo viaje de regreso lleno de maravillas motivó a Kavafis a decir: “Cuando emprendas el viaje hacia Ítaca, ruega que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de descubrimientos”.
Allí fui a dar con la rectora de nuestra Alma Máter, la profesora Cecilia García Arocha, para una conferencia en la Universidad de Cornell —auspiciada por su decanato de estudios latinoamericanos— sobre esta patria nuestra tan difícil de explicar para quienes no la han vivido desde las angustias cotidianas; esta patria nuestra llena de contradicciones: pobre en medio de riquezas; el país más hermoso pero lleno de fealdades; sin democracia en medio de tantas elecciones; una tierra llena de vida en el que la muerte se nos ha hecho costumbre.
Allí nos reunimos con un grupo de jóvenes venezolanos: Andrés, Antonio, Julio, Jorge, Gerardo y César, quienes apenas sobrepasan los veinte y ya llevan, algunos, como 15 años fuera. Pertenecen a la Fundación La Visión Latinoamericana, que organizó la conferencia. Unos muchachos demasiado jóvenes para arrastrar con el peso de la culpa de haberse ido y que la mitigan organizando eventos, conferencias y formándose en la excelencia para volver a la edificación de la idea de Venezuela una vez que este tiempo de destrucción haya pasado. La rectora y yo nos sentimos conmovidos hondamente solo de percibir la nobleza de sus hermosas almas venezolanas, que se sientan al piano a ejecutar magistralmente un Pajarillo, usando el piano a modo de arpa. Una frase cayó como postre en la mesa de nuestro apresurado almuerzo, en esos momentos en que las lágrimas se tragan mejor con un baklava. Uno de nuestros muchachos dijo: “Aquí es donde yo vivo, pero solo cuando voy a Venezuela siento que estoy en casa” y cabalgó por mi cabeza una frase de uno de los guerreros de The warriors (película inspirada en la Anábasis de Jenofonte, donde se relata el regreso de los diez mil soldados a Grecia), cuando al ver el mar se emociona y dice: “When I see sea, men, I feel home”, porque cuando los griegos ven el mar, sienten que están en casa.
Antonio me mostró la biblioteca y no pude contener el llanto y le expliqué que Borges, quien lamentaba que la Providencia le hubiese dado a la vez los libros y la noche, imaginaba el Paraíso bajo la forma de una biblioteca. Los libros. Solo los libros nos salvarán. “¿Qué es más importante, la libertad o los libros?” me reclamaba alguien esta semana. Mi respuesta: los libros, sin sombra de duda, porque antes de existir en las calles, la libertad existió en los libros. Sin ellos no hay libertad posible.
La Universidad de Cornell me dio un maravilloso viaje al alma. Le comenté a nuestra rectora: “Es bella esta universidad, está llena de libros, de aulas hermosas, de calles seguras y de jardines cuidados que invitan a pensar”. Al conocer a Cornell aumentó mi admiración, no tanto por sus estudiantes, que la merecen, sino por los nuestros, que en medio de esta adversidad de la historia transitan los caminos de la excelencia y nos hacen sentir orgullosos de ellos.
En la madrugada me fui de la helada Ithaca en autobús, con la esperanza de que semillas venezolanas esparcidas en su campus florecerán cuando llegue la primavera. Tuve que ir a Panamá, porque ya no existen vuelos directos, o no se consiguen, y al final, en la siguiente madrugada, llegué a Maiquetía. “¡El mar! ¡El mar!”, me dije feliz. Mientras el retrato del comandante me contemplaba, yo hacia mi cola de inmigración para volver a la dura realidad.
Y si la encuentras pobre, no creas que Ítaca te ha engañado.
Sabio como te has hecho, tan pleno de experiencia,
habrás entendido lo que significan las Ítacas.
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