Fernando Rodríguez/TalCual
E s casi una tendencia natural en periodos prolongados de situaciones políticas intensamente repudiadas por un amplio sector de la sociedad, las diversas formas de dictadura por ejemplo, que el rechazo que concita el gobierno se vaya trasladando paulatinamente al país.
Esto en la medida que consideremos que éste los sostiene o incluso porque no es capaz de dar al traste con los detestados mandatarios. Los pueblos tienen los gobiernos que se merecen, podría ser la lapidaria expresión que sintetiza lo que decimos.
Es, sin duda, un estado emocional doloroso en la medida que conlleva la renuncia a elementos que son parte constitutiva de nuestra personalidad: ancestros, paisaje, infancia, memoria… La mejor muestra de ello podría ser ese más de un millón de nuestros conciudadanos cultivados que se han ido, que no quieren residir en esta maltratada nación, ciertamente por muy diversas razones materiales y espirituales, pero que tienen en común la convicción de que el país es invivible. Seguramente también son muy diversos los estados de ánimo, inestables y confusos por naturaleza, con que se vive esa separación, pero no es de extrañar que el desprecio, la condena del país natal, sea un ingrediente frecuente de ese complejo afectivo. En este caso con el peso de escogencias y acciones de mucha trascendencia vital.
Sin duda es una actitud poco racional esa sentencia genérica de los habitantes de esta o cualquier otra tierra.
Y siempre cuando alcanza su estadio más fuerte y reactivo supone alguna forma de identidad, de permanencia del ser nacional para poder generalizar y apostrofar y, sobre todo, para eludir la consideración de que se trata de un momento histórico y en tanto tal superable, entre otras cosas, con nuestra injerencia. Lo que muestra que todo concepto de identidad, positiva o negativa, es pasadista y esencialmente inmóvil, reaccionario pues. Alemania fue el país de Kant, Goethe y Beethoven y también de Adolfo Hitler. Ahora el boyante y pacífico baluarte de la Merkel. Ya sé que esto puede ser fácil de decir teóricamente, pero otra cosa son las pasiones exaltadas con que se vive y padece el presente. Eso no impide que deba ser la idea con que tratemos de regular nuestras emociones. Y cerremos el punto diciendo que nos parece igualmente detestable el patrioterismo mendaz, barato, militarista y cursi del populismo que nos gobierna. Ni país feo ni bonito, seremos lo que logremos hacer de lo que hemos sido.
No es ocioso recordar también que en la medida que el mundo se globaliza, y mira que lo hace y con prisa, la idea y el sentimiento de nación tienden necesariamente a debilitarse. Y ello a pesar de catalanes y escoceses que no son sino una reacción exacerbada a esa novedad, atemorizante como toda novedad. Ello puede explicar, sobre todo en los jóvenes, esas tendencias tanto al peregrinaje como a la escogencia del rock frente al joropo. ¿Para bien, para mal? Yo apostaría que para bien, para la humanización de la humanidad. Pero tan solo retengo aquí que está en el aire epocal que respiramos, en Internet seguramente.
Sentimos que hay demasiado cansancio, apatía, desesperanza en el país. Demasiados desastres materiales, esquizofrenia política, desbarajuste ideológico, fetidez moral y ya por un tiempo muy largo. Y que lo que podemos sugerir no es la competencia con el populismo enfrentándole otra patria mítica, es algo más difícil, no renunciar al pensamiento racional y a los valores de libertad y dignidad que éste implica en medio de una tempestad de irracionalismo, despotismo e ignorancia.
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