domingo, 22 de marzo de 2020

La Peste



RAÚL MELENDEZ M. / IDEAS EN LIBERTAD 22MAR2020
“En medio de los gritos que redoblaban su fuerza y duración, que repercutían hasta el pie de la terraza, a medida que los ramilletes multicolores se elevaban en el cielo, el doctor Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.” Albert Camus. La Peste, 1947



Quizás fue realidad, tal vez ficción, o posiblemente, solo existió en la imaginación de un atormentado escritor y dramaturgo. Lo que aconteció en una ciudad de Argelia, cuando un puñado de ratas moribundas por mucho tiempo escondidas, fue la llegada de una desgracia jamás experimentada; convirtió en infortunio la cotidianidad de sus habitantes. Meditando el doctor Bernard Rieux decía: “Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas.”


El galeno será figura central en una de las narraciones más emblemáticas del absurdo drama existencial, que acusó el hombre del mundo occidental a finales de  la primera mitad del siglo XX. Y “…esto es lo que le autoriza a hacer trabajo de historiador” –afirmaba convencido Rieux.


La Peste, novela en apariencia fatalista pero más bien alegórica, intenta reivindicar el papel y el esfuerzo del ser humano: conflictuado entre lo individual y lo colectivo por lograr un mundo mejor. “Ya no había destinos individuales –leemos–, sino una historia colectiva que era la peste y sentimientos compartidos por todo el mundo”.


Albert Camus, francés de origen argelino, relata la tragedia de los habitantes de Oran (ciudad ubicada al norte de Argelia) en un abril de los años cuarenta, quienes fueron invadidos con “manchas rojas en el vientre, los muslos y la hinchazón de los ganglios”; Camus escondido tras la fachada del médico que nos deja “…su testimonio, después el de los otros puesto que por el papel que desempeñó tuvo que recoger las confidencias de todos los personajes de esta crónica, e incluso los textos que le cayeron en las manos”.


Al doctor Rieux lo acompañó el señor Othon, juez de instrucción, lo conoció en la estación del tren llevando de su mano a una futura víctima; la más emblemática de todas, su hijo: en cuestión de meses “…con la boca abierta pero callado, el niño (reposaría) entre las mantas en desorden, empequeñecido de pronto, con restos de lágrimas en las mejillas.”


Le siguió Raymond Rambert, corresponsal de un diario de París, buscando información y datos sobre “el estado sanitario y las condiciones de vida de los árabes”. El otro personaje, inmolado febril reconocido por su tenacidad, Jean Tarrou, altruista, “hombre más bien joven de silueta pesada”, y quien,  “en medio de la confusión general se esmeraba, en suma, en convertirse en historiador de las cosas que no tenían historia”. Un desconocido que en cierta ocasión exclamaría: “Puede llegarse a ser un santo sin Dios; ese es el único problema concreto que admito hoy día”.


El padre Paneloux, “un jesuita erudito y militante… muy estimado en la ciudad, incluso por los indiferentes en materia de religión”. El efecto de su presencia en la narración, junto a Tarrou, provendrá de su solidaridad con Rieux y la atención prestada a las víctimas en los hospitales, “donde se encontrara la peste”.


A propósito de la muerte del hijo del juez, única oportunidad en que se reunió a los personajes más representativos del relato, Paneloux y Rieux comenzaron a plantearse la dicotomía entre la ciencia y la religión; el conocimiento y la fe. A partir de allí las tertulias entre ambos se hicieron incesantes hasta lograr que el jesuita escribiese un  tratado, tema de su nuevo sermón, titulado: ¿Puede un cura consultar a un médico?


En la oportunidad de terminar una misa, en el atrio de la iglesia, luego de escuchar el atrevido segundo sermón de Paneloux, en su discurso ya no existían vosotros, sino nosotros; un joven diácono exclamaría a otro sacerdote, a propósito de la interrogante señalada supra: “Si un cura consulta a un médico, hay contradicción.”


A Rieux también le escoltaron otros tantos anónimos para configurar aquel referente humano: tales fueron los parientes y seres queridos de los apestados. Estos experimentarán, desde y hasta la ciudad de Orán –que también ha podido ser un país cualquiera–, las amarguras del exilio: bien porque se haya salido, dejando a los suyos adentro o entrado dejándolos afuera; el cierre temporal de las puertas era obligatorio por la pestilencia roedora; aislando así para el resto del mundo las fiebres altas, “el entorpecimiento, la postración, los ojos enrojecidos, la boca sucia, los dolores de cabeza, los bubones, la sed terrible, el delirio, las manchas en el cuerpo, el desgarramiento interior…” cuando “…el pulso se hace filiforme y la muerte acaece por cualquier movimiento insignificante.”


Aislamiento en soledades o aislamiento en compañía; sencillamente, la peste hacía borrosa cualquier diferencia. De este modo, “…un sentimiento tan individual como es el de la separación de un ser querido se convirtió de pronto, desde las primeras semanas, mezclado a aquel miedo, en el sufrimiento principal de todo un pueblo durante aquel largo exilio.”


Yersinia Pestis: esa peste, esa plaga, esa bacteria, definitivamente, había comenzado con efectividad y buen pie su necrófilo oficio. Aun cuando “…de los confines del mundo, a través de miles de kilómetros, voces desconocidas y fraternales procuraban torpemente demostrar su solidaridad, y la demostraban en efecto, pero delatando al mismo tiempo la terrible impotencia en que se encuentra todo hombre para combatir realmente un dolor que no puede ver.” Ni sentir en carne propia.


Desde el punto de vista estrictamente literario, La Peste es una obra de incalculable trascendencia, aun hoy después de siete décadas de haber sido escrita. En primer lugar, porque el autor transfirió a cada uno de los personajes sus propias concepciones de vida; cada cual constituye un pedazo de él; de sus devaneos y conflictos existenciales que revelan la dura época que le tocó vivir. Experiencia que, como vemos hoy, puede repetirse cuantas veces quiera, en todo el mundo de ser necesario.


Por otro lado, su relectura da cuenta de ciertos momentos y pasajes que pretendieron escurrirse entre las sombras de la desgracia. El intento suicida de Cottard, por ejemplo, vecino de Rieux, quien momentos antes de la frustración colocara en la puerta de su habitación: “Entrad, me he ahorcado.”


Ello nos conecta con otra de las obras clásicas de Camus, esta vez de inspiración teatral, El Mito De Sísifo. Cuando sus personajes acuden a Orfeo y Eurídice, los amantes que se reconocen en un canto, en su tercer acto evocan: “la peste en el escenario, bajo el aspecto de un histrión desarticulado, y en la sala los restos inútiles del lujo, en forma de abanicos olvidados y encajes desgarrados sobre el rojo de las butacas.”


A un tercer momento, ahora sí, se nos invita exprofeso con una vendedora de tabaco como interlocutora que, a viva voz, hace referencia a: “…un proceso reciente que había hecho mucho ruido en Argel. Se trataba de un joven empleado que había matado a un árabe en una playa”. Pues bien, el joven empleado era Meursault y su historia un crimen; personaje y drama principal de El Extranjero (1942), primera gran novela de Camus.


En 1960, Albert Camus fallece accidentalmente en su mejor momento como escritor, dramaturgo, periodista y activista en tiempos de posguerra; ni siquiera un premio Nobel pudo evitar la desgracia. Como epílogo de su obra nos hará esta lapidaria advertencia:


“…que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa.” En un país cualquiera o en todo el mundo –agregaríamos nosotros–.


A propósito de esto último, hoy estamos asistiendo a la nueva tragedia del siglo XXI, con síndrome y cuadro clínico distintos, pero mucho más alarmante e infectocontagiosa. Donde el bacilo no reposa en diminutos animales que cohabitan entre las ratas, sino, en las profundidades del hombre mismo.


Pero algo resulta más grave: que una vez se le reconozca y declare, nos presenta cual enemigos los unos de los otros, y cuyas consecuencias, ni pensarlo, no pudieran sanarse por el suero del doctor Castel, como sí sucedió “en el año 194…en Orán”.


Referencias
Imagen: Obra “Venetian doctor during the time of the plague” de Jan Van Grevenbroeck

Tomada de: Ideas en Libertad


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