domingo, 8 de marzo de 2020

Serie. Crónicas del Socialismo del siglo XXI. #5 El Hércules Andino

EZIO SERRANO PÁEZ / IDEAS EN LIBERTAD 08MAR2020
El suspenso vivido  en un atraco colectivo al vagón del metro, puede marcar  nuestra percepción  de la vida y de la muerte. Y como suele ocurrir en estos casos, los ladrones llevan prisa. De manera que, aquella experiencia, más que un vulgar atraco parecía una recolecta para los niños pobres, necesitados de celulares, dinero y alguna que otra joya, que bien pudo ser fantasía barata:



-¡Vamos, muévelo! Mete el celular ahí, la plata también! ¡En la bolsa, no quiero comiquita! Y así, el cuarteto de hampones,  se desplazó  por cada asiento, mientras el tren seguía su curso hasta la siguiente estación.


Fue  un atraco tranquilo y ordenado, en medio de sollozos, conjuros y mentadas, que se ahogaron entre pecho y espalda. Y no podría ser de otro modo,  dado el efecto narcótico de las pistolas rozando nuestra respiración. La llegada a la siguiente estación y el abrir de las puertas, marcó una estampida como si alguien hubiese dado la señal de ¡partida! en una carrera de caballos del tipo Derby de Kentucky ¡Qué raros somos los humanos! ¡Dados a correr después de ser atracados. Como si tuviese sentido hacerlo cuando el terremoto ya concluyó. Uno podría pensar en la tranquilidad una vez que el mal logró su cometido, ¡pero no! El terror contenido se derramó  cuando las puertas del tren se abrieron, facilitando la huida de los delincuentes que también corrían  perdidos en la multitud. ¡Nadie sabe para quien corre!


El siguiente  evento de aquél año turbulento, también ocurrió  en el Metro de la ciudad capital. Esta vez fue un apagón general que paralizó  todo el servicio. Otra vez el llanto, los conjuros, las mentadas. Pero también hubo golpes, empujones y otras expresiones de la naturaleza humana al filo del desespero. Las luces de los teléfonos celulares nos guiaron para escapar del purgatorio de Dante.  La gota que colmó nuestra paciencia fue otro atraco, esta vez en un microbús urbano. Nuevamente las pistolas, los golpes, el llanto contenido con amenaza de amputación de miembro, a una señora negada a entregar un anillo de oro.


-¡Pero si ya entregué mis aretes en el atraco anterior! Era su argumento inútil frente a unos delincuentes juveniles que parecían de estreno.


Mi compañera de vida y yo, (en senda reunión heterosexual inclusiva aunque patriarcal), llegamos a una clara conclusión: En la ciudad la muerte nos sigue los pasos. Debíamos despistarla. Había llegado el momento de escapar valientemente. Y entonces decidimos huir al campo, es decir, entrar en contacto con la ecología rural, lejos del crimen, la maldad humana y la polución. Alguna reserva de romanticismo quedaba en nosotros al pretender huir de la ciudad, vivir de la recolección de raíces y tubérculos, sin confrontar las leyes implacables de la naturaleza, o  en todo caso, éstas serían preferibles a las leyes de la jungla urbana.


Ya habíamos adquirido una pequeña propiedad rural en las faldas de un cerro  de los Andes venezolanos.  Con una casa a medio construir, desde nuestra localización podíamos apreciar el paisaje luminoso de un valle espléndido, el brillo plateado de un río con sus blancas arenas, el verdor de la foresta. Los vecinos a prudencial distancia, profetizaban la vida apacible y bucólica que nos tocaría vivir. Sería un espacio como el Edén mostrado en las revistas de difusión religiosa. Allí, Bambi juguetea con un enorme león, un conejo se solaza bajo la mirada piadosa de una pantera, y una  joven pareja estudia la palabra de Dios, mientras su niño cepilla los colmillos de un enorme boa constrictor. Así sería nuestro mundo, totalmente descomplicado.


Con las mascotas en el vehículo, adelantamos varios días para preparar la recepción del camión con la mudanza. En aquél, llegarían  restos de la ciudad  para hacernos la vida más placentera: la computadora (infaltable con su dispositivo para la Internet), la lavadora, el refrigerador,  una pequeña hornilla eléctrica de emergencia,  y por supuesto, la estufa de gas con su bombona de 18 kilos. Era la estúpida pretensión de rescatar el confort citadino, para añadirlo a la tranquilidad del campo: la suma de lo mejor de dos mundos.  Ha de ser esta la razón por la cual la vida habría de castigarnos con “la maldición de Thoreau”, el gringo que decidió mudarse a los bosques “porque quería vivir deliberadamente sólo para hacer frente a los hechos esenciales de la vida”. Debimos recordar a Ralph Emerson, pues según su opinión, se descubre lo esencial sólo cuando el ser humano  se encuentra en conexión con la naturaleza, despojado de artificios. Sólo así se abre la posibilidad de entrar en contacto con la energía cósmica emanada de Dios.


El camión llegó con dos días de retardo.  Pretendí sumarme a las tareas de descarga, pero  el conductor y su ayudante se negaban a iniciar labores. Querían renegociar el contrato ya cancelado pues según su versión,  los honorarios recibidos se habían quedado a lo largo de la carretera. Cada  alcabala, una mordida, pese a tener los permisos en regla. Comenzaban así  los innumerables trabajos de Hércules Andino,  la imposible misión de un neo campesino que no era hippie melenudo, pero tampoco esencialista como Henry David Toreau.


Algunas cosas llegaron dañadas, otras se perdieron en las sucesivas requisas ocurridas en las alcabalas. Nos afectó particularmente “el decomiso” de nuestro cilindro para el gas.  Iniciamos así un ciclo de pérdidas de bienes materiales que creíamos compensar con la paz del paisaje, el verdor del follaje, el trinar de los pájaros y la algarabía de las mascotas en pleno goce de su libertad. Pero los días siguientes iban a demostrar cuán difícil era sustituir aquella bombona de gas que los guardias de la carretera nos habían “decomisado”. Nada más y nada menos que la fuente del  fuego sagrado que permite el ritual igualmente sacro del café mañanero.


Aquella pérdida, por absurdo que parezca, nos  había cambiado la vida de un modo radical e inesperado. Había que defender los restos de “un estilo de vida” contando con la hornilla eléctrica, con lo cual, además del café, prepararse un almuerzo equivalía a  domar El Toro de Creta.  Los sucesivos y prolongados apagones convirtieron el pequeño aparato en algo tan inútil como un Ministerio de la Felicidad Venezolana.


Los perniciosos efectos  del  infame servicio eléctrico,  pronto  dieron de baja al refrigerador. Otro símbolo burgués perdido en las arenas movedizas de nuestro Edén. Luego caería en desgracia la lavadora, el libertario instrumento enemigo de la mugre doméstica. Pese a varios intentos, los brujos de la zona no lograron revivirla, al contrario: terminaron desmantelándola para robarse piezas claves de repuesto. La conexión con la Internet resultó otro trabajo para Hércules Andino: Raptar al perro Cerbero, residente en el inframundo.


Sin gas doméstico y con un precario servicio eléctrico, debía convertirme en leñador. Y también sería agricultor, pues lo esencial de la vida en aquel lugar, consistía precisamente en aprovechar las bondades del ambiente e integrarse a él.  Pero cuando esto debe ocurrir en un terreno de pendiente pronunciada, significa que se debe enfrentar una de las leyes de la naturaleza más conocidas e implacables: la ley de gravedad. ¿Será casual ese nombre? Leñador y agricultor en tierras pendientes es otra prueba para Hércules,  como estrangular el León de Nemea.  Pero también debía matar a la Hidra de Lerna, pues se hicieron presentes otros invitados al festín ecológico: intimidantes arañas de tamaño insólito, serpientes con mala reputación (como todas), escorpiones ponzoñosos, enormes hormigas que devoraban los nacientes cultivos, zamuros que defecaban sin pedir permiso, nubes de mosquitos hambrientos atacando sin piedad. De este modo aprendí  que una cosa es observar el paisaje, y otra muy distinta,  formar parte de él.


En mi empeño por hacerme parte del medio natural, rodé por los barrancos sin control. Cuando llovía, me integraba al lodo rojizo y primigenio. Caídas a veces con heridas, ampollas producidas por el hacha o el machete (leyes de Newton, principio de acción y reacción). Luego vendrían las callosidades para glorificar las manos de un trabajador, o las manos de alguien que pasa trabajo, da igual.  El ocio a la barbería me añejaba, ¡como los buenos vinos!  Y la ropa convertida en harapos, sin duda, anunciaban mi estrecha conexión con las energías cósmicas emanadas por Dios. ¡Estaba a punto de lograrlo!  Ya pronto sería un humilde eslabón de la cadena ecológica, alguien que podía experimentar la vivencia de lo esencial.


Pero un día alguien gritó desde el portón. Dijo que se marcharía del país, por eso estaba vendiendo todo y  me ofreció  ¡Una bombona de Gas! El precio exigido por el vendedor me hizo dudar por unos segundos, pero la posibilidad de abandonar mi trabajo de leñador me dio el impulso necesario. El cilindro  estaba vacío, pero nos llenó de esperanza. Mi compañera de vida en el  Edén, con aguda visión,  al observar  el objeto  se atrevió a jurar que se trataba del mismo cilindro que nos habían robado. Yo no lo podía creer, -el mal se había quedado en la gran ciudad, acá no había llegado- me dije para salvar el honor.


La aparición del cilindro dio otro vuelco a nuestra existencia. Ahora debíamos capturar vivo al Jabalí de Erimanto, un nuevo trabajo para Hércules Andino. El significado real del nuevo trabajo obligaba a destrabar un pernicioso círculo energético creado por la Revolución para aplastar la dignidad de la gente: el llenadero del gas estaba a unos 10 kilómetros del Edén,  para llegar allí requeríamos gasolina,  para proveerse el combustible se necesita electricidad pues los surtidores son eléctricos. Destrabar ese círculo nos puede llevar la vida entera. El problema de la electricidad en los pueblos andinos  deja perfecta constancia de lo que significa tener hermosos paisajes y no tener país. ¡El mal si había llegado al Edén!


El intento por llenar el cilindro de gas nos condujo a la pérdida de la inocencia. En un “raro”  día sin luz, el mercado negro nos “facilitó”  varios litros de gasolina pagados a precio de accionista clase A de PDVSA. Fue necesario para acceder al  combustible requerido por la cocina. Allí  empezaba una nueva tortura: bajo un sol implacable, centenares  de personas enfilaban,  tal vez miles de cilindros. Algunos estaban allí desde el día anterior. Muchos abrazaban sus embases como si se tratara de un ser amado. Otros lo amarraban, como si tratara del esclavo más valiosos de su plantación.  Nadie debía descuidarse, todos alerta para preservar el turno o  evitar un posible robo que los convirtiera en leñadores. La picaresca reconocía los clientes V.I.P, los que  dejaban numerosos  cilindros al buen resguardo de los empleados, para luego hacer la reventa. Estos no requerían  estar allí. Las escenas de terror podían prolongarse por días y noches para dejar constancia de la capacidad ilimitada para humillar y permitir la humillación.


En la entrada del llenadero una enorme valla publicitaria, ya derruida por el oxido,  anuncia La Revolución Gasífera. Los ojitos del comandante eterno guían el propósito. La noche se adentró y aún no llega el surtidor del gas. El cielo limpio y estrellado nos hace reflexionar sobre aquél anuncio revolucionario: ¿Será que la tal revolución gasífera es un tema de indigestión? ¿Qué comen los líderes del proceso para padecer sus publicitadas flatulencias?  En medio de estas enjundiosas reflexiones tomé una decisión patriarcal y heterosexual: Nos regresamos a la  detestable ciudad, renunciamos al Edén y a la energía cómica propuesta por Dios. Una paradoja emerge de aquella posición tomada: la falta de electricidad, de gas doméstico y gasolina fueron los combustibles que nos llevaron a tomar esa decisión. Pero la maldad humana también está desatada en la ecología rural y bordea los espacios del Edén. Por ahora, Hércules Andino no logró completar su misión.


Referencias
Imagen: Obra “Sin título” de Benjamin Shahn
Tomada de: Ideas en Libertad

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