Argentina vive hace más de una semana una de las cri- sis morales y políticas más agudas en mucho tiempo con la muerte, ¿asesinato?, ¿suicidio?, ¿suicidio inducido?, del fiscal Alberto Nisman, que tenía a su cargo desde hace un año la investigación del espantoso acto terrorista contra la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), que causó ochenta y cinco muertos en 1994 y en el cual los mayores inculpados son agentes iraníes.
La muerte de Nisman se produjo horas antes de que presentase oficialmente una denuncia contra la presidente Kirchner, el canciller Timerman y otros funcionarios por encubrir a los terroristas a cambio de beneficios petroleros. Sin duda, cualquiera que sea el resultado definitivo de la investigación al respecto, ella indica el actual alto grado de descomposición que vive la sociedad argentina en todos sus niveles. Héctor Shamis, periodista y escritor, ha señalado esto último, con particular crudeza, en un excelente artículo en El País: A Nisman lo mata “una sociedad anómica, un sistema político disfuncional y un gobierno perverso, corrupto y desconectado de la realidad… arbitrario y psicópata… centralizando todo el poder en el Ejecutivo”. Nada que quitar, nada que agregar. Pero a pesar de todo, gran parte de los medios argentinos se han volcado con una intensidad y perspicacia encomiables a hurgar hasta en los más mínimos detalles del crimen, de la suspendida denuncia, del atentado por decenios impune.
Y a quienes seguimos en detalle el caso nos sorprenden los niveles de credibilidad de que gozan algunas personalidades del aparato judicial y aun policial y la autonomía con que actúan. Para empezar el propio Nisman.
Decimos esto porque a pesar del diagnóstico de Chamis en su artículo, a nosotros, venezolanos de estos días, nos parece que estamos mucho más abajo en niveles de decencia institucional y moral ciudadana. Además de imposibilitados al acceso a la información y posibilidad de expresarnos con alguna suficiencia comunicacional. Se podría invocar infinidad de casos, pero limitémonos a algunos similares muy sonados.
¿Qué demonios pasó con el fiscal Anderson, de cuyos asesinos nada sabemos con un mínimo de certeza, ni siquiera si fue un corrupto sin frenos o un funcionario cabal, como decían unos y otros? ¿Qué pasó con el caso Serra sobre el cual el gobierno inventó un cuento truculento y absurdo que después olvidó, o lo hicieron olvidar desde un país vecino, y nadie sabe de las causas ni de las consecuencias del asesinato y el público quedó suspendido entre las versiones más sórdidas y las más enaltecedoras de la víctima. Pero todavía más grave, al parecer se asesina a varios miembros de un colectivo, entre ellos, un destacado cabecilla de estos grupos paramilitares. En medios gubernamentales se les acusa de criminales y otros los defienden como fieles servidores sociales. No se establece ninguna conexión con el diputado Serra, asesinado escasos días antes y vinculado a esos grupos y sus conflictos.
Se destituye al ministro del Interior, un general que parecía muy poderoso, a petición del colectivo agredido, después de haber hecho presos a los policías que ejecutaron la masacre o la correcta acción policial, vaya usted a saber. Y de nuevo nos quedamos sin ninguna versión.
¿Basta más para sabernos en el grado más bajo de la justicia, de la impunidad y la politización de ésta, del desprecio de la opinión pública, de la ineficiencia policial, del cercenamiento de la libertad de expresión y el cierre del acceso a la información? El preclaro reino de la mentira y el despotismo.
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