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Para Vladimir Lenin, Moscú luego del triunfo de los bolcheviques se había convertido en una urbe parcelada en numerosas bandas armadas que actuaban como jueces y señores de la noche moscovita.
Un incidente poco conocido pero que salió a la luz luego de que se tuviera acceso a los archivos de la policía secreta (para sorpresa de los investigadores rusos que tuvieron la suerte de acceder a los informes alimentados tanto por los agentes como por los sapos rojitos cooperantes) resultó ser una sorpresa sin límites: el propio Lenin, al salir del partido en la noche con mínima escolta, fue detenido en su ruta por la banda más famosa de Moscú, presidida por un ladrón al que llamaban “el Portamonedas”.
Al ver la limosina que se aproximaba en medio de la noche y la nieve copiosa, se abalanzaron y obstruyeron el paso del vehículo: “Bájense y entregue las llaves del automóvil”. Lenin no lo creía, su sorpresa era total y de inmediato les respondió altanero: “Soy Lenin y estos son mis documentos”. Nos da lo mismo, contestaron los atracadores, y los despojaron de sus credenciales, sus documentos y su cartera.
A Lenín le sorprendió que no le reconocieran y que tomaran el auto y huyeran. Lo que más le dolió al jefe de Rusia fue que numerosos caminantes que pasaban por el sitio no lo reconocieran ni se molestaron en ayudarlo. A pie se fue a la sede del soviet más cercano y allí tampoco lo reconocieron, para mayor humillación: “¿Dónde están sus credenciales?”. Pues me fueron robadas, dijo, pero el miliciano le contestó: No le creo, no puede pasar.
Fue tanta la rabia y la soberbia que al llegar el jefe de la policía política de inmediato dio órdenes de llevar a cabo una redada que no dejara títeres con cabeza. Sospechoso, o que lo pareciera, era fusilado de inmediato. Los cabecillas eran llevados a los sótanos de la Lubianka, la podrida policía política, y allí encerrado en celdas mínimas, sin agua ni ventanas, y entraban en un programa de “ablandamiento” que tenía como finalidad identificar a los jefes de las bandas que controlaban Moscú.
Fue históricamente el nacimiento del “terror rojo” en el transcurso del cual la confesión, lograda en las mismas condiciones en que se encuentra Leopoldo López y decenas de estudiantes, complació los deseos de venganza de Lenín. Escasearon los juicios o los convirtieron en simulacros mortales: lo importante era que confesaran cualquier cosa que permitiera matarlos.
Stalin perfeccionó el terror rojo y millones de personas fueron, bajo juicios sumarios, a Siberia a morir en el frío mortal que habitaba el corazón del Koba, el viejo borracho e inculto que se creyó dueño del mundo.
Como escribe, con justicia, Fabiola Sanchez de la AP: “En una fría y húmeda celda de dos metros de largo por dos metros ancho, cerrada con una portentosa puerta de acero que sólo permite visualizar el exterior a través de una pequeña rendija a la altura de los ojos, Leopoldo López cumplió el primer año de reclusión en la cárcel militar de Ramo Verde”.
Fuente: El Nacional
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