Pero la historia y los procesos sociales suelen ser más complejos que las baladas y los boleros. De allí que el debate difundido en la redes tras la arenga de Lorenzo Mendoza a sus empleados: “nadie es imprescindible“, “yo estoy con los que no pueden irse a ningún lado“
MANUEL SILVA-FERRER/TalCualDigital
Se ha desatado en estos días en las redes sociales un pequeño debate que hace ya algunos años está teniendo lugar de forma soterrada en Venezuela. Es una discusión que ha transcurrido de forma silenciosa en torno a la nueva emigración venezolana, enfrentando a los que se van con los que se quedan.
Al principio se trataba tan solo de problemas íntimos, propios de la esfera privada: rupturas, separaciones, pérdida de afectos, alejamiento o definitivo abandono, desarraigo, nostalgias. Pero con el curso de los años y la agudización de la difícil situación del país el diálogo triste entre los que se aventuraron al viaje y los que permanecen en el territorio ha dado paso a una especie de ajuste de cuentas marcado por el resentimiento.
La psicología y la música popular tienen un enorme catálogo de estas situaciones tan típicas de las separaciones bruscas: “si te vas, si te vas, ya no tienes que venir por mi, si te vas, si te vas, si me cambias por esa bruja, pedazo de cuero, no vuelvas nunca más, que no estaré aquí“, gritaba Shakira desconsolada a un novio que la había dejado por otra.
Pero la historia y los procesos sociales suelen ser más complejos que las baladas y los boleros. De allí que el debate difundido en la redes tras la arenga de Lorenzo Mendoza a sus empleados: “nadie es imprescindible“, “yo estoy con los que no pueden irse a ningún lado“.
Y la sentida respuesta ofrecida en twitter por María José Flores: “quienes hemos tenido que separarnos de nuestras familias (...) no merecemos que alguien que no está en nuestros zapatos quiera hacernos ver como los malos de la película porque decidimos cambiar “unos problemas por otros“, me permiten poner sobre papel una idea que ya he comentado en privado a varios amigos, sobre la tremenda injusticia que está comenzando a materializarse al tachar de traidores o desertores a quienes, más que abandonar el país, son empujados por las circunstancias a marcharse.
La criminalización moral -aún incipiente, pero en marcha- de los que se van está creando muy lentamente un falso dilema, según el cual todos los que permanecen en Venezuela viven luchando por sostener lo que va quedando de país. Y todos los que se fueron son una suerte de oportunistas, que disfrutaron los buenos tiempos y ahora se marchan cuando la situación se torna complicada.
Este falso dilema deja de lado dos elementos de suma importancia que quisiera poner de relieve. El primero es el hecho de que no abandona el país sólo aquel que cruza la aduana de Maiquetía de forma definitiva, sino también quien se repliega al interior, quien guarda silencio ante las injusticias, quien prefiere mirar hacia otro lado, quien urde de manera ilegítima un contrato o empleo con una empresa pública, quien acepta con aquiescencia y resignación todo lo que ocurre allí dentro.
El segundo elemento implica comprender que salir del territorio no se traduce automáticamente en el abandono de un cierto compromiso con la nación venezolana. De la misma manera que permanecer al interior de las fronteras no es garantía de amor patrio.
Yo puedo dar fe de la existencia de un buen número de emigrados que cada día trabajan voluntariamente para ayudar a aliviar o transformar la realidad venezolana. Algunos organizando pequeñas actividades y encuentros, recolectando medicinas, otros estableciendo vínculos con parlamentos y organismos internacionales. No se trata de gente privilegiada que vive un exilio dorado y destina sus ratos libres a la caridad con el terruño. Todo lo contrario.
Mientras esto ocurre, muchos de los que permanecen en Venezuela señalando traidores, concentrados en su propia supervivencia, viven de conjugar la inseguridad, la inflación y el desabastecimiento con una especie de inercia o parálisis, a la espera del mesías que ofrezca soluciones a sus problemas más urgentes. Algunos ni siquiera votan porque consideran que esto no tiene ningún sentido. Afortunadamente no son la mayoría.
Adonde quiero llegar al señalar estos casos es que no existe oposición alguna entre “urgencia migratoria“ y “compromiso país“. Que tiene razón tanto la chica que en su huída desesperada decide “cambiar unos problemas por otros“, como el empresario que no se va porque siente un genuino deseo de transformar su país, o tal vez porque, sencillamente, a pesar de su condición económica, como muchos otros empresarios, comerciantes, profesionales y simples trabajadores, no tiene las condiciones para hacerlo. Porque no es tan fácil mudar fábricas, mercados, clientes y experiencia de un lugar a otro.
Pero lo que en verdad tiene muy poco sentido es seguir formulando falsos antagonismos para buscar entre la población en fuga a los chivos expiatorios de nuestras complejas realidades. Una circunstancia en extremo desafortunada, que termina por confundir las causas y las consecuencias del problema, fomentando a su vez un nuevo escenario de hostilidades que no hace sino profundizar la ya honda fractura y disolución de la sociedad venezolana.
Otros antes que nosotros han navegado ya estas mismas aguas. Y su experiencia nos enseña que la mejor alternativa es intentar promover la unidad de todos aquellos que imaginan en positivo una reconstrucción de la nación desde cualquier rincón del mundo.
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